A sueldo

Víctor Mirete

A sueldo

—Señora, en este país sobrevivir es un trabajo, y yo intento trabajar todos los días.

—Yo no pretendo sobrevivir, ya estoy muerta. Lo único que pretendo es matar.

Aquella mujer no era como la demás. En este país ninguna mujer es débil, ninguna mujer llora sin motivo. Pero ella no era una mujer corriente. Lo pude ver en sus ojos, en esa peculiar forma de alzar el vuelo de su falda al caminar, en ese extraño gesto de hombros cuando montaba el caballo. Pero, sobre todo, ¿Qué tipo de mujer es esa que se planta delante de un tipo como yo queriendo que mate a su hijo y a su marido? No una mujer normal, eso seguro, pero tampoco un ser humano normal.

—¿Y cómo piensa matarlos si no sabe dónde están?

—Para eso le necesito. Dicen que es el mejor buscando a gente, y matado a esa gente que busca.

—Eso es porque aún no me he cruzado con nadie que quiera encontrarme y matarme. El día que eso ocurra tendré el cincuenta por ciento de probabilidades de morir.

—Empiece a buscar en México. Están allí, y no en otro lugar. No podrían sobrevivir aquí, no estando yo también.

—¿Está segura? Si los encuentro los mataré. Debe tener esa certeza.

—Mi certeza es que sé que los va a encontrar. Si yo pudiese hacerlo, no estaríamos hablando.

Su gesto no se modificaba con nada que yo pudiese decir. Permanecía indemne a todo, como si estuviese muerta. Su gesto no era un gesto serio, tampoco amenazante. Era más bien un rictus frío y carente de emociones. Desfiló frente a mí como lo hace un león ante su presa antes de cazarla. Sabía quién era yo y lo que había hecho, pero lejos de temerme, me necesitaba, como el sol necesita al polvo. Como la vida necesita a la muerte y viceversa. Estados unidos era un lugar salvaje, quizá el más salvaje de todos. Pero es el único sitio del mundo en el que tienes libertad para matar y para morir. En ese preciso momento me di cuenta de que aquella mujer era libre para ambas cosas.

—Señora, va a necesitar una buena razón para que limpie mi revólver, ensille, cargue mi caballo y decida cabalgar por media América, cruzar la frontera de México para encontrar a esas dos personas a las que quiere quitarles la vida.

—Tengo una bolsa llena de cientos de razones —dijo, colocando la mano en una de las alforjas que portaba su caballo, clavando una férrea mirada en mí y esperando que me decidiese, fuese cual fuese la decisión. Sin embargo, algo me decía que no había más decisión probable en sus expectativas que una. Dejé caer mi cigarro y me levanté despacio de la silla donde había estado sentado varias horas tomando cerveza caliente. Me recoloqué el sombrero y descendí los dos escalones del porche. Me situé a cinco centímetros de ella y sin complacencia alguna le dije aquello que necesitaba escuchar.

—Un caballo no es un buen sitio para guardar tanto dinero.

Tres semanas más tarde ya había atravesado Misuri, Oklahoma, Texas y la frontera de México hasta llegar a Santa María del oro, un pequeño pueblo al norte del estado de Durango. Aquella fue la parte más difícil. No resulta sencillo esquivar a los Apaches en el árido territorio sureño, enfrentarse a los forajidos, a los ladrones o a los renegados del ejército de los Estados Unidos. Todo el mundo quiere matar a alguien. Así funcionan las cosas en esta parte del mundo. La única diferencia es el motivo por el que lo haces. Habitualmente el dinero, pero a diferencia de lo que podía parecer, esa no era mi única motivación esta vez. Acepté su dinero, sí. Necesito sobrevivir. Las balas, la comida y la cama cuestan dinero. No todo se consigue matando. Lo que no se consigue así, se consigue con dinero. Y yo trabajo a sueldo. Mato a sueldo. Sin embargo, la segunda motivación era que aquella mujer necesitaba matar a ese padre e hijo más que yo necesitaba su dinero.

Por supuesto, los encontré. Mi reputación me precedía. Me limité a seguir las pistas, a preguntar en el camino y a ordenar los pasos que pudieron dar hasta llegar a ese pueblucho de mala muerte. Un pueblo que dormía y despertaba a merced de unos pocos, como todo pueblo a este lado del planeta. No quise conocer su historia. No necesito conocer por qué les mato, simplemente necesito saber cómo hacerlo.

Observé sus movimientos durante los cinco siguientes días y esperé la oportunidad para poder cruzarme con ellos en algún lugar en donde las balas no atravesasen el silencio. Ese lugar fue el Desierto de Mapimi. Una reserva al noreste de Durango, muy cerca de la frontera con Chihuahua. Un solitario páramo seco y pendenciero al que llaman la Zona del silencio. Una ruta por la que solo pasan aquellos que han viajado y vuelto del infierno en vida. También aquellos que esperan el paso de viajantes para conducirlos a su propio infierno a cambio de su equipaje y ganado. Ese padre e hijo a quienes debía matar eran ese tipo de hombres. Ambos conducían a un grupo de cuatreros con más mugre que habilidad, con más furia que velocidad en su revolver. Ambos actuaban como ojeadores. No solían ensuciarse, pero daban las órdenes. Aquel día dieron la última.

Hacía dos noches que supe dónde iban a realizar su próxima redada. Una caravana de irlandeses viajaba desde el sur de Texas. Eran sus próximas victimas, e iban a esperarlos a sus paso entre el Aguaje de San Ignacio y la Zona del Silencio. Un tramo de difícil escapatoria, estrechado entre dos cañones. Padre e hijo harían de primera posta, al este, tomando vista desde una de las lomas del cañón. A su descenso, les estaría esperando yo, aguardando la única vía que iban a poder tomar en su retirada hacia el grupo de asalto.

Bajaron, como estaba previsto, una vez la caravana de irlandeses había tomado la ruta de Ciudad Juárez hacia el sur del cañón. No tardarían en cruzarse con el grupo de siete cuatreros para ser recibidos y rodeados a punta de pistola. Me aproximé a lomos de mi caballo, lento y silencioso, cubriendo mi sombra entre los cortados de la loma hasta situarme en una curva del camino. dejé que el animal calmase su respiración y aguardé hasta que padre e hijo aparecieron en mi ángulo de visión. Armé mi rifle y esperé a tenerlos en posición para realizar dos disparos seguidos con blanco fácil.

Uno y otro cayeron abatidos y sin piedad al agreste suelo de aquel desierto. No tuvieron tiempo de reaccionar, de mirarse o gritar. Ni siquiera de verme o advertir mi presencia. Murieron sin entender quién ni por qué los mataban. Es curioso lo sencillo que resulta matar a alguien cuando no tienes que dar explicaciones. Es la ventaja de matar a sueldo.

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