Un viaje en tren

Mayte Salmerón

Un viaje en tren

  • AUTORA:

    Maye Salmerón Almela

  • FECHA

    15 junio 2023

  • CONTACTO

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Enseñar enseñando, no corrigiendo.

Montado en el tren, observaba aquel paisaje mediterráneo inundado por el sol de un otoño que inevitablemente se aproximaba. Había decidido ir ese fin de semana al pueblo. Después de mi primera semana como maestro necesitaba aire fresco, tranquilidad y olvidarme un poco de esos terribles días.

En la primera parada subió doña Emilia, la vecina de mi querida Bianca. Casualidades de la vida, la hija de doña Emilia también había empezado a trabajar cerca de la capital, lo sabía por Bianca. Por lo que era normal que coincidiéramos en el mismo trayecto de vuelta al pueblo. Nunca había visto a la hija de la señora Emilia, quizás esa fuera la primera vez, por lo que saludé a las dos amablemente, recibiendo una sonrisa cómplice de la señora y una expresión de hastío por parte de la hija de esta. Sorprendido por la actitud de la joven y esperando que doña Emilia le explicara luego quién era yo para evitar incomodidades futuras a la hora de saludarles, me volví para seguir deleitándome con las vistas.

Con la luz del ocaso entrando por la ventana y con el traqueteo constante del tren, me quedé en un estado de duermevela durante al menos media hora. Cuando desperté, se había sentado a mi lado un señor muy elegantemente vestido. Llevaba un traje de chaqueta gris con un chaleco de tela gruesa del mismo color y corbata. Por sus pantalones, estrechos, se dejaban ver los calcetines oscuros que llevaba puestos y unos zapatos marrones que parecían actuales, pero el desgaste denotaba que habían sido usados durante años. Lo que más me llamó la atención de aquel señor fue el sombrero de ala ancha que había dejado sobre sus rodillas, pero, sobre todo, el cigarro en sus labios. Miré a todos lados en un intento de hacerle ver que fumar allí estaba prohibido, pero nadie parecía percatarse de aquella inobediencia.

—Hola, muchacho, ¿qué le trae por aquí?

Su tono de voz era grave y me sorprendió que me hablara con tanta naturalidad. Yo intuí que estaba junto a un señor ya demente y decidí responderle para evitar problemas.

—Pues voy al pueblo, supongo que como usted.

—Efectivamente. Y dígame, ¿qué le ha hecho ir a la capital?

Aquel señor ya rozaba la indiscreción máxima, pero como no tenía nada más que hacer le seguí la conversación.

—Soy maestro. Me han destinado allí. Es la primera vez que trabajo como tal.

—¡No me diga! ¿Y qué? ¿Le gusta? La educación es un trabajo difícil, diría que infravalorado por nuestra sociedad.

—Pues ha sido una semana complicada. La universidad no me ha enseñado a dar clase en un centro de difícil desempeño y los alumnos no me prestan atención, no escuchan y, por tanto, no aprenden. Es bastante frustrante. ¡No sé qué hacer!

—¡Ay, joven! No todo tiene que ser cómodo en esta vida. Figúrese que mi clase también era muy especial, muchos problemas sociales dentro del aula, las mismas familias pasaban penurias, no obstante, yo tuve a la mejor maestra del mundo.

Lo miré con atención entonces, se le notaba emocionado ante lo que iba a contarme.

—Nosotros aprendíamos jugando. Jugando con letras, con números… La maestra nos daba total autonomía para no solo elegir el juego que queríamos ese día, sino para decidir qué queríamos aprender y cómo; ella siempre nos daba la oportunidad de decidir. Todo esto no quiere decir que la maestra no hiciera nada durante el día, no, ella se encargaba de guiarnos para potenciar nuestro aprendizaje. De esa forma absorbíamos como esponjas todo lo que teníamos que aprender, porque todo lo que esa maestra enseñaba eran cosas que nosotros habíamos decidido estudiar; eran aspectos de la vida que nos interesaban. Pregunte a sus alumnos qué es lo que quieren saber y a raíz de ello empiece a cambiar sus clases, que la clase se acomode a ellos, no ellos a usted.

—Suena bien, pero lo veo una tarea ardua.

—Ya le dije que en esta vida no todo tiene que ser fácil. Tenga en cuenta que cada colegio, cada clase y cada niño es diferente, y usted ha de amoldarse a ello. Debe crear un ambiente que esté preparado para ellos, no lo contrario. Tenga presente que cada uno irá a un ritmo, pero los más avanzados pueden ayudar a los que más lo necesitan, eso siempre daba buenos resultados en mi aula, cuando era niño.

—No sé cuántas veces he tenido que castigar a…

—¡No! Con mi maestra no había ni premios ni castigos. No los necesitábamos porque en nosotros ya nacía el deseo por aprender, no precisábamos de ese incentivo.

—¿Y aprendían?

—¡Muchísimo! Cualquier cosa que ocurría en clase era una excusa para relacionarla con cualquier contenido y de esta manera trabajarlo. No teníamos que memorizar nada porque como nos interesaba tanto todo lo que la maestra nos enseñaba, lo aprendíamos sin darnos cuenta. De hecho, yo soy médico. —Y me señaló un maletín guardado debajo del asiento—. Todos los niños aprendimos de todo, y esa educación nos hizo más libres para pensar por nosotros mismos, para tomar decisiones y para convertirnos en personas con un futuro de provecho. Mi maestra trataba a todos con cordialidad, nos hacía ver que confiaba en nosotros, sabía que cada uno tenía algo bueno y que solo debíamos encontrarlo para dedicarnos a ello.

El tren estaba llegando a mi destino, se me había pasado el tiempo volando con la charla de aquel hombre. No le había preguntado su nombre, pero me interesaba más saber el nombre de su maestra. Parecía haber sido una innovadora de la educación, y más en su tiempo, puesto que el señor aparentaba ser algo mayor.

—María Montessori.

—¿Perdón? —pregunté extrañado ante aquel nombre que tan bien conocía por haber estudiado parte de su vida y metodología en la universidad.

—Que mi maestra se llamaba María Montessori —repitió.

Lo miré con escepticismo y él, con una amplia sonrisa, se volvió para mirar por la ventana mientras yo recogía mi equipaje. Ahora lo tenía aún más claro: había estado sentado y hablando con un chiflado que decía que su maestra había sido una de las grandes figuras de la educación, estudiada y admirada por muchos.

Salí al andén y allí ya estaba Bianca esperándome. Nada más salir le comenté sobre lo de aquel loco y su supuesta maestra haciéndole reír.

—Has estado con un espíritu del pasado —me dijo, mientras que yo no dejaba de mirar al vagón donde habíamos estado sentados.

—Por cierto, he visto a doña Emilia con su hija, se ve que venían también a pasar el fin de semana aquí.

Bianca se paró en seco para ponerse frente a mí, intuí que había dicho algo que no debía.

—Cariño, doña Emilia murió el mes pasado, ¿es que no lo recuerdas?

Todavía seguíamos en el andén, ya era de noche y las luces del tren se encendieron de golpe para continuar su marcha. Miré hacia atrás en el mismo instante en el que aquel señor del sombrero bajaba con su maletín y su cigarro en boca. No lo saludé porque sabía que Bianca no lo vería, al igual que tampoco habría visto a doña Emilia cuando su hija se hubiera apeado del tren.

Lo tomé como un mensaje, una señal de que debía cambiar mi forma de enseñar, mi metodología, si quería que mis clases funcionasen y si quería que mis alumnos también me recodasen como aquel señor recordaba a su querida María Montessori.

Mayte Salmerón

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