Un mundo sin elección

Alfonso Gutiérrez Caro

Un mundo sin elección

1

Llevaban tres semanas bajando a la piscina a la misma hora. Cinco y media de la tarde, todos y cada uno de los días que llevaban alquilados en aquella avejentada comunidad. Alex, el chaval al que le pagaban cuatro duros la hora por abrir y cerrar la verja de entrada, mantener las zonas más o menos aseadas y echar un ojo a los críos que se bañaban en la zona que más cubría, los tenía bien fichados. Desconocía sus nombres, pero para él eran el padre hipster y la niña de la trenza. El progenitor debería tener unos cuarenta años y la cría siete u ocho. El tipo lucía una pelambrera indómita y descuidada, tanto como su barba, la cual le caía más allá de la nuez. La niña solía llevar el cabello recogido en una voluminosa trenza y usaba unas de esas máscaras para bucear que tan de moda se habían puesto en los últimos tiempos. El chaval desconocía que misteriosas maravillas podía aguardar el fondo de la piscina, más allá de unos desgastados azulejos azules y algún que otro juguete perdido, pero la niña pasaba la mayor parte del tiempo con la escafandra del capitán Nemo. A la hora y poco, Alex lo sabía porque aún le quedaba una hora más de trabajo por delante, el hipster, que se había dedicado básicamente a vigilar y sonreír a la cría todo el rato, saludando con un escueto hola o adiós a la gente que entraba o salía de la piscina, emitía un inconfundible y perfectamente audible silbido que hacía que la niña nadara hasta él, se quitara la máscara de buceo y salieran juntos del agua. El barbudo se despedía del chaval levantando de forma mínima la barbilla y se largaba de allí medio cojeando acompañado por la genuina risa de la cría.

Pero aquel día no aparecieron. En el smartwatch Lotus con pulsera deportiva que el abuelo de Alex le había regalado por acabar limpio el segundo año de universidad dieron las seis, más tarde las siete. Nada, los mismos rostros de siempre, más algún primo o amigo nuevo, pero ni rastro del padre y la hija. El joven no podía explicar qué embrujo era aquel que le unía a esas personas -aparentemente- normales, unos vecinos ejemplares, educados, que no comían en la piscina, ni armaban escándalo, unos que apenas decían esta boca es mía. Sería sin duda cosa del aburrimiento, del hastío de las tardes eternas, de un verano malgastado en un trabajo de mierda con el que apenas le quedaría calderilla tras pagar la primera mensualidad y la fianza del piso compartido del próximo curso. Era entonces cuando se desplegaba la imaginación, cuando le daba por inventar historias de esas cabezas que veía flotando en el agua. Le divertía pensar en posibles infidelidades vecinales, miradas furtivas que podían significar una pasión oculta, negocios turbios apalabrados entre remojones y chapuzones. Camellos, mafiosos de medio pelo, un multimillonario ganador de la bonoloto que llevaba una vida de nivel bajo para no llamar la atención y que sus familiares le sangraran el premio. ¿Por qué no? Y por encima de todos, el silencioso hipster y su hija.

Para Alex, el tipo de la poblada barba era en realidad un agente encubierto de alguna de esas agencias de las películas, léase CIA, Mi6 o el Mosad, experto en armas y lucha libre, políglota, y con la habilidad innata de mezclarse entre el populacho sin ser reconocido. ¿Qué mejor coartada que la de afable padre de una niña de primaria para colarse hasta el fondo en la comunidad y desvelar los secretos que la consumían? Esperar y esperar hasta el momento oportuno y ¡zas!, echarse sobre la yugular de sus enemigos, de los malos, por supuesto, sin dar muestra alguna de piedad. Se estaba haciendo tarde, el reloj marcaba las ocho menos cinco y aún quedaba un pequeño grupito en la piscina presto para ser desalojado. Cinco minutos, chicos, haber si hoy no tengo que pediros cuarenta veces que salgáis y me puedo ir a mi puñetera casa a calentarme una pizza o algo.

─Alex, ¿verdad? ¿Puedo hablar contigo un minuto?

El susto que se llevó el chaval fue monumental. Del respingo que dio tiró al suelo el flotador ese ridículo tipo Mitch Buccanan que un colega le había comprado en un hiperasia. Los últimos chavales se secaban con sus gigantescas y multicolores toallas entre risotadas y rápidos vistazos a sus teléfonos móviles, mientras el tipo de la barba y la melena alocada le miraba a los ojos esperando una respuesta que estaba tardando demasiado en llegar.

─¿Perdona?

─Quiero proponerte algo, un pequeño trabajillo.

─¿Qué… un trabajillo? ─Alex solo podía pensar en el James Bond de Daniel Craig, no en vano, debajo de tanta cantidad de pelo, aquel tipo se le traía un aire. ¿Llevaría el arma en el cinto cubierta por los faldones de esa cutre camisa azul con piñas?

─Sabes que soy vecino, ¿no? ─el chaval solo atinó a asentir con cierto nerviosismo mal disimulado─. Vivo alquilado en el bloque 2, en el quinto B. Tengo una… hija, la habrás visto conmigo. Se llama Grecia, tiene ocho años.

─Sí… Os he visto.

─Necesito que seas su canguro.

─¿Cómo dices?

─Que te quedes un rato en mi casa cuidando de ella mientras voy a solucionar un tema… laboral.

─Pe-pero, ¿canguro? Yo… yo soy soco…

─¿Tienes hermanos pequeños?

─No… pe-pero tengo una sobrina de diez años que…

─Perfecto entonces. Mantenla entretenida, hazle un bocadillo o algo con lo que encuentres en la nevera y que vea un rato la tele. No creo que tarde.

─A ver, señor…

─Nada de señor ni usías, llámame Acosta.

─Vale, Acosta. Esto es muy raro, no te conozco, no me conoces, y está claro que no soy un canguro.

─Nos vemos todas las tardes desde hace 23 días. Trabajas para la comunidad, yo soy vecino de la comunidad. No hay para tanto.

─Ya, pero, ¿yo? ¿Por qué yo? No tengo experiencia, no…

─Voy a simplificar tu dilema. Dime, ¿cuánto cobras aquí al mes?

─¿Aquí? ─Alex echó un vistazo a los últimos bañistas que abandonaban el recinto sin despedirse con sus toallas a modo de falda, a las bolas de papel de aluminio y un par de latas de cerveza tiradas sobre el roído césped artificial, a los desvencijados y descoloridos toldos de los pisos que daban al interior, abrasados por el sol de justicia del sur de las últimas dos décadas ─. Me dan quinientos.

─Yo te daré lo mismo por cuidar unas horas de Grecia.

─¿Me vas a soltar quinientos pavos?

─Eso he dicho, sí.

─¿Dónde está el truco?

─No lo hay, solo se me hace tarde y eres la única persona que parece de fiar por estos lares… ¿hay trato?

Segundos después se intercambiaron los números de móvil y oficializaron el acuerdo con un sudoroso estrechamiento de manos.  Alex se quedó un rato mirando al cielo, perdiendo su mirada en un azul cada vez más oscuro. Pensando que, probablemente, aquel tipo no conocía a nadie por aquellos lares.

2

El despacho del bufete Carrión y Santiago se encontraba en uno de esos modernos bloques de oficinas de hormigón y cristal del centro cuyos pisos superiores contaban con la privilegiada vista del mar. Roberta, Berta para los amigos, no podía entender que narices hacía ahí un lunes de agosto a las diez de la noche. La oficina se encontraba en penumbra, siendo las únicas luces del lugar la que le proporcionaba la pantalla de su ordenador y la que se colaba entre las rendijas de la puerta de sala de juntas. Lo suyo era auténtica mala suerte, un destino tan gris como miserable, carente de alicientes que, de alguna extraña manera, se encargaba de ir matando una a una sus esperanzas y ambiciones. Al principio pensó que podría ascender, aspirar a algo mejor que ser secretaria, pero el tiempo se encargó de enfriar esas ganas, el tiempo y un sueldo que le bastaba para pagar la hipoteca y las letras del coche. El cuento de nunca acabar.

Aquel verano le obligaron a tomarse las vacaciones en julio para así pasarse agosto jugando al buscaminas y atendiendo cuatro llamadas sin urgencia ni importancia. Pasaba los días casi sola -cerrando pronto, eso sí- hasta que su jefe, al que Berta creía de crucero por las islas griegas o algún fiordo noruego, llamó para decirle que aquella noche tendría lugar una importante reunión en el bufete entre dos tipos de los que no había oído hablar en la vida. El primero de ellos ya había llegado, una especie de socio del jefazo, y tal y como le estipuló el señor Carrión, se encontraba acomodado en la sala de juntas acompañado por dos tipos grandes y con cara de mala uva. El segundo, por su parte, acababa de hacer su entrada vía ascensor. Berta se fijó bien en sus llamativas pintas: una melena clara alborotada, abundante barba y una veraniega camisa azul con piñas horteras bien combinada con unos frescos y ligeros pantalones de lino. Remataban el conjunto unos zapatos demasiado oscuros y brillantes para la época estival.

─Usted debe ser el señor…

─Acosta ─respondió mientras estrujaba en su mano la fotografía que había recibido esa misma mañana de Grecia y él jugando en el parque de su urbanización. En el dorso de la misma se encontraba escrita la dirección del bufete y las 22:00 horas.

─Eso es, señor Acosta, bienvenido a Carrión y Santiago. El señor Juárez le espera en la sala de juntas. Acompáñeme, por favor, si es tan ama…

─No, no, no es necesario –el tipo se guardó la foto arrugada en el bolsillo del pantalón ─. Puedo ver el letrero desde aquí mismo.

─Oh, sí, claro, como quiera.

Berta observó como aquel tipo, que pisaba de un modo torpe como si tuviera una leve cojera, caminaba directo hacia la puerta y accionaba el picaporte sin pararse a llamar antes. A continuación cerró la puerta tras cruzar el umbral. La secretaria se quedó unos segundos más mirando hacia la puerta, tratando de vislumbrar las siluetas que se dibujaban en el suelo por la luz que pasaba bajo la misma, aventurando el cariz de aquella extraña reunión. ¿Acaso no se podría haber ido a otro sitio a hacerla? ¿A un bar? ¿A un chiringuito en la orilla de la playa? ¿En sus jodidas casas? No, tenían que estar ahí un puñetero lunes de agosto, con treinta y un grados a las diez de la noche, hundiendo sin compasión en la miseria un verano que no sería digno de recordar.

─Acosta… La madre del cordero. Al final has aparecido.

Aquel despacho era como todos los despachos de abogados del mundo. Al menos como todos los que mantenían una buena y regular fuente de ingresos. Lo que destacaba ahí dentro no eran lo típicos muebles blancos y negros de líneas rectas y dimensiones perfectas, tampoco los modernos estores que dejaban entrever un cielo más negro que azul en el horizonte. Lo que al tipo de la camisa de piñas le importaba era el mobiliario humano, en concreto los dos animales trajeados que flanqueaban a Juárez, el tipo que le había recibido con una gigantesca y falsa sonrisa. El tipo que se creía Sonny Crocket con su media melena dorada, el traje blanco hueso y la camiseta negra con cuello en uve.

─¿Qué hacemos aquí? ¿Ahora vas de legalista? Porque este lugar, ese traje, no te pegan nada.

─Ja, ja. Veo que no has perdido tu toque. El lugar es lo de menos, es el bufete de unos asociados con los que tenemos varios e interesantes negocios en marcha en la costa. Me pareció un sitio bastante… aséptico para vernos.

─¿Qué queréis?

─Al grano, ¿eh? ¿No tienes antes otras preguntas que hacerme? ¿No vas a preguntar cómo estamos? ¿No te interesa saber cómo te hemos encontrado?

─No me importa nada de eso. La he jodido y me habéis pillado. Lo acepto. Ahora decidme, ¿qué cojones queréis?

─Hablar, joder, solo eso. Pero tú no pareces muy dispuesto que digamos…

─Eso es porque, si pudiera elegir, jamás volvería a cruzar una palabra con vosotros. Además, ¿dónde está Gabriel? Creí que trataría con él, no con su nuevo perro.

La miradita que Acosta se llevó fue precisamente de eso, de perro, de uno rabioso, que se sabía inferior a su adversario, pero que guardada una posición ventajosa gracias a sus amigos. Ya se sabe, la clásica fuerza de la manada.

─No vayas tan de gallito, anda, ya ves que de nada te ha servido huir. ¿Cómo ha sido tu vida desde que nos traicionaste, eh? Apuesto a que tú y esa cría que robaste habéis estado dando tumbos de un culo del mundo al otro, ¿me equivoco? Pasando pequeñas temporadas en pueblos de mierda, rezando por no llamar la atención, porque ninguno de nuestros múltiples ojos diera con vosotros. Dime, ¿te ha merecido la pena?

─Cada segundo –respondió Acosta mirando a Juárez a los ojos. Su mirada no tembló un ápice, sus pupilas incluso se agrandaron. La voz era grave pero el volumen moderado -.  Ahora que te has desquitado, ¿me vas a decir de una vez qué es lo que tengo que hacer?

─Sí, don prisas. Te lo voy a decir…. Gabriel quiere que hagas un trabajito.

No me digas, jamás se me habría pasado por la cabeza… Juárez era un tipo con recursos, pero coleccionaba más taras que cualidades, entre ellas una inteligencia bastante limitada. Ostentaba el puesto que ostentaba gracias a que su padre era primo de Gabriel, también su mejor amigo, la persona que le salvó el pellejo varias veces cuando intentaba ser alguien, mucho antes de convertirse en el rey del mambo del crimen del sur de la península. Un trabajito, por supuesto, Juárez todavía no le había dicho a Acosta nada que éste no supusiera.

─¿De quién se trata?

─Aquí la tienes ─-Juárez le pasó una fotografía de buen tamaño en la que aparecía el primer plano de una mujer de unos cincuenta años, pelo castaño peinado a lo María Escario y unas gafas rectangulares de sobrio color negro. Mantenía una sonrisa forzadísima, probablemente alentada por el fotógrafo o acompañante en el momento de la foto, pero su mirada no engañaba, había cierta fuerza y fiereza en ella, una solemnidad que traspasaba el papel ─. La encontrarás en la suite de un hotel de lujo a apenas cuarenta kilómetros de aquí. Será el trabajo más fácil de tu vida, fuerzas la puerta de su habitación, entras y le pegas dos tiros en la frente.

─No has contestado a mi pregunta. ¿Quién es? ─preguntó Acosta devolviendo la foto.

─¿No está claro? Una persona que tiene que morir. Una mujer a la que tienes que matar.

─¿Por qué yo? Debéis tener media docena de sicarios más que dispuestos.

─Ya conoces a Gabriel, él dijo… ¿cómo era? Ah sí, que era cosa del destino. Después de ocho largos años damos contigo y estás a poco más de media hora en coche de nuestro mayor objetivo en la actualidad. Increíble, ¿no es cierto?

─Más bien improbable.

─Pero aquí estamos. A Gabriel le gusta hacer las cosas bien, y con este trabajito logra un triple cojonudo: se libra de esta perra, te jode a ti y no se gasta un duro. Imagino que no esperarías cobras después de todo…

─No espero nada, Juárez, porque no pienso hacer nada. No moveré un dedo.

El órdago había que lanzarlo, aunque no obedeciera a ninguna lógica, aunque Acosta supiera perfectamente que lo tenían bien pillado. No podía simplemente decir que sí bwuana y largarse quemando rueda hacia ese hotel. Debía demostrar algo de orgullo, de raza, enseñar unos dientes que el tiempo y los nuevos hábitos habían limado demasiado. Simplemente no podía, tenía que hacer sudar al bastardo que tenía delante, poner nerviosos a sus gorilas, agitar un poco la coctelera para ver que salía de allí.

─No te pongas en ridículo, Acosta ─Juárez dio un paso, solo uno hacia el barbudo, conocía muy bien a ese tipo de camisa ridícula como para no temerle─. Sabes que no tienes opción a réplica. Has perdido, has vendido cara tu derrota, eso te lo tengo que conceder, pero al final ha dado lo mismo. Aquí estás, como estabas hace ocho años, arrodillado ante nosotros, dispuesto a hacer lo que tienes que hacer si no quieres…

─¿Si no quiero qué? Vamos, termina la frase.

─Ya sabes lo que voy a decir.

─Sí, pero necesito oírlo de tu boca, tienes que decirlo, es tu papel, tu línea de diálogo. ¿No querrás que te lo ponga tan fácil?

─Está bien, si así lo deseas… Tendrás que hacer lo que te mandemos si quieres que la cría sobreviva a esta noche.

Berta había intentado poner la oreja sobre la puerta de la sala de juntas pero no había conseguido escuchar nada. Lo máximo que pudo fue identificar dos voces que hablaban sobre no se qué trabajito, pero había sido incapaz de pillar los detalles. Había vuelto a su mesa de la entrada a coger el vaso de cristal en el que bebía agua la mayor parte de día y se hacía el café de una máquina bastante buena por las mañanas, pero no llegó a comprobar si lo que pasaba en las películas era verdad o no. La puerta se abrió como impulsada por el soplido de un dios. El tipo de la camisa de las piñas abandonó la sala sin despedirse ni mirarla siquiera. Sus ojos estaban fijos en algo que no se encontraba presente de forma física en aquel edificio, en ese vestíbulo, entre esas cuatro paredes. Parecía que podría fundir a alguien si así lo deseaba con esos ojos. Incluso la leve cojera parecía haber desaparecido. Cuando el ascensor desapareció, Berta volvió a su asiento buscando el cobijo de sus cómodo respaldo y sus fuertes brazos, se sorprendió a sí misma mordisqueándose las uñas, cosa que no hacía desde más de una década atrás, sudando a pesar de los 20 grados que marcaba el panel del aire acondicionado. Encima le tocaba despedir a ese tipo tan raro y sus guardaespaldas.

 

3

Hacía una noche magnífica para disfrutar. Por desgracia, ese verbo, esa acción, no estaba presente en el menú de esa velada. La inmensa y anaranjada luna llena dejaba un reflejo tan bonito como tenebroso sobre el mediterráneo.  Acosta no sabía que tenía aquello de excepcional, algo que había visto tantas y tantas veces sin pararse a regocijarse en ello, pero aquella noche no podía dejar de mirar a nuestro solitario satélite.

─Escucha, pequeña, tú duérmete, ¿vale? En un rato estaré de vuelta en casa, pero antes debo hacer una cosa muy importante.

─¿Qué cosa?

─Una… cosa de adultos. Un rollo, no quiero aburrirte con eso. Por cierto, ¿te lo has pasado bien con Alex? Parece un muchacho muy divertido…

─Bueeeeno, al principio solo veíamos Doremon en la tele… Después nos hemos puesto a jugar al fútbol en casa con la pelota de esponja, jeje.

─Vaya, eso es… eso está muy bien, cariño. ¿Ves como te has divertido? Pero ahora debes dormir, es tarde. ¿Vale? Dile a Alex que… no, pásamelo y se lo digo o mejor. Un beso, te quiero.

─Te quiero, papá.

Papá, el calificativo por el que Grecia le llamaba desde que aprendió a hablar pero del que Acosta se sentía un total impostor. Había cuidado y educado a esa niña desde que era un bebé, desde que la tomó de una cuna empapada con la sangre de sus padres, pero de ahí a considerarse a sí mismo un padre… Todo salió mal aquella noche o, mejor dicho, casi todo, y todo tenía pinta de volver a salir mal. Quizás peor que entonces. Ocho años atrás acabó con la vida de un joven matrimonio por encargo, era su trabajo, su modo de ganarse el sustento, pero a cambio encontró a la persona que se convertiría en el centro de su existencia, por la que lo cambaría absolutamente todo en aras de ser una mejor persona, un ser más humano. Él no sabía que esos jóvenes habían sido padres recientemente, no fue informado de ese nimio detalle. En el encargo solo aparecían dos fotografías y una dirección. Cuando disparó una bala en la frente y otra en el pecho a cada uno, se dio cuenta del trocito de carne que se movía en una esquina de la habitación, que se agitaba y comenzaba a llorar, una personita a la que acababa de arrebatárselo todo. Ocho años después, aún le costaba dilucidar qué había sido lo que le había impulsado a acercarse a esa cuna y llevarse al bebé, acunándoselo en los brazos antes de salir de allí a escape. Durante un tiempo buscó a familiares de los padres liquidados, pero esos dos estaban solos en el mundo. Ni rastro de padres, hermanos o tíos. Cuando llegó el momento no fue necesario tomar la decisión, Grecia, que era el nombre que aparecía bordado en la mantita en la que estaba envuelta aquella noche, ya formaba parte indisoluble de su vida.

─Alex, escucha, es probable que me demore un poco más de lo que tenía previsto…

─Venga, tío, no me… jorobes. Yo…

─Escúchame bien, soy consciente de la faena, pero ya sabes que te voy a pagar y muy bien por las molestias. Mira, que Grecia se acueste, coges un libro de los que tiene en la estantería sobre su cama y empiezas a leer. Te garantizo que cuando vayas a pasar la segunda página ya la tendrás durmiendo. ¿Ok?

─Sí, pero…

─Pero nada. Acto seguido te vas a la cocina, te coges un refresco o lo que quieras que encuentres en la nevera y te vas al sofá hasta que yo vuelva. No es tan difícil, ¿no?

─… Difícil no es la palabra.

 

4

Damián se encontraba sentado en su banco, no era suyo en propiedad puesto que los bancos callejeros no son de nadie, pero tanto daba. Llevaba sentándose en esos tablones de madera cada noche desde hacía veinte años, justos los que llevaba jubilado. Encendió el segundo Marlboro de la velada y aspiró el humo con ansias. A la mierda el médico y la cuidadora, si le quedaban dos telediarios, ¿por qué no pasarlos haciendo lo que le salía de las narices? Suficiente tiempo había tenido que aguantar a jefes y encargados, clientes cojoneros y pésimos compañeros. Cuando uno vive tanto como había vivido él, la capacidad para seguir  tragando basura desaparecía, aflorando un punto de rebeldía que era mera libertad. Libertad para fumar o beber -otras cosas ya las tenía más complicadas- lo que le diera la real gana. Aquella noche estaba siendo tan tranquila como siempre. Llamó su atención un coche oscuro que llegaba como un rayo por la senda que conducía al hotel. Se detuvo al otro lado de la calle, y emergió del mismo un hippie cuarentón ataviado con ropa veraniega que hablaba y hablaba por su teléfono móvil. Guardó el teléfono móvil en un bolsillo mientras cruzaba la carretera a paso ligero pero renqueante, ignorando el paso de peatones que tenía a apenas dos metros de su posición. Sacó algo del mini bolsillo que tenía a la altura del pecho en la camisa, un caramelo o un chicle, y lanzó el envoltorio al aire. Un incívico, pensó Damián. Otro más para la colección.

El anciano vio como el hombre, que no dejaba de echar metódicos vistazos a un lado y otro de la calle, como si los escaneara en plan Terminator, pasaba por la puerta principal del hotel para seguir hacia adelante y doblar la esquina. Damián se puso en pie, con el pitillo a medio fumar pegado en los labios, y emprendió su persecución. ¿Las razones? Solo una: estaba aburrido, estaba cansado de ver siempre el mismo panorama, una estampa calcada día tras día, año tras año. Quizás estaba cansado de la escasa emoción del crepúsculo de su vida, de las películas que eran todas iguales o de los libros que cada vez tenían la letra más pequeña. El caso fue que salió detrás de aquel tipo porque algo le olió a chamusquina, eran sus gestos, su casi paródico método, su aura. Damián giró por la misma esquina que segundos antes había echado ese tipo para verlo al fondo de la calle, parado frente a una de las puertas traseras del hotel, la que daba acceso a los contenedores de basura. Damián se detuvo al abrigo de una furgoneta aparcada en la calle. Desde su posición podía ver como aquel tipo se escondía tras uno de los contenedores aguardando un momento que no tardó en llegar. Las puertas del hotel se abrieron unos segundos impulsados por un carrito de limpiador accionado por un tipo vestido de camarero o botones. El empleado del hotel apenas había dado tres pasos en la calle cuando aquel tipo, haciendo gala de una rapidez y agilidad dignas de mención, se coló como una rata en el hotel sin ser visto.

Tal y como le había indicado Juárez, el objetivo se encontraba en la suite Albatros, situada en la quinta y última planta del moderno edificio. La habitación era todo cuanto se podía esperar: un espacio amplio y diáfano que se extendía a través de selectos muebles y abstractos cuadros con motivos marinos hasta una espectacular cristalera que, de día, debía regalar unas impresionantes vistas al mar. Aquella noche, la voluminosa luna naranja dejaba un reguero de luz sobre el lomo del mediterráneo que ayudaba a distinguir sus límites en la intensa penumbra, a repasar la negra línea del horizonte. La estancia se encontraba en perfecto orden, si a Acosta le hubiesen dicho que allí no se alojaba nadie se lo habría creído. Ninguna luz se atisbaba en el interior de esa ni ninguna otra habitación. Acosta asomó el morro en un cuarto de baño de tres piezas y una habitación con doble cama de buen tamaño. Nada. Ni un movimiento, ni una cosa fuera de sitio. Se dirigió hacia la otra ala de la suite, la de la habitación principal. El aire era diferente allí, brisa marina, un cálido matiz que entraba por una ventana entreabierta, similar a la de la gran cristalera del salón. Entonces vio unas sandalias en el suelo, un kimono vaporoso de los que las mujeres suelen ponerse para ir a la playa sobre una elegante silla con un exiguo respaldo. En el centro de la estancia dominaba una gigantesca cama de dos por dos en la que la escasa luz que provenía del ventanal hacía intuir una delgada figura entre sus sábanas.

Se acercaba el momento, y con él los nervios, las dudas, la intensa quemazón en las tripas. Siempre igual, siempre como la primera vez. El trabajo más fácil de su vida. Acosta sabía bien que no existían los trabajos fáciles en su oficio, y uno por sorpresa tras varios años de retiro no lo iba a ser por más que la presa pareciera estar durmiendo. El excsiario inició su ritual personal, tantas veces repetido tiempo atrás, sacando su Beretta M9 con silenciador de la parte de tras del pantalón, quitando el seguro con delicadeza y apuntando a continuación hacia el bulto que pretendía aniquilar. Un bulto, en aquellos momentos tenía que ser solo eso, despojarlo de toda vida y singularidad, solo así lograría sesgar una vida de forma prematura. Respiró hondo, destensó el cuello, los brazos, colocó las piernas en posición de parada y deslizó el dedo hacia el disparador. Iba a matar a una persona a la que no conocía de nada simplemente porque se lo habían pedido. Iba a matar a una persona a la que no conocía de nada porque así, en teoría, salvaría la vida de la personita a la que más quería…

Iba a disparar cuando la luz de la luna incidió de forma cuasi mágica sobre un objeto metálico que descansaba sobre una de las mesitas de noche que flanqueaban la enorme cama. Un objeto de forma ovalada, brillante, inserto en una cartera de piel. Una placa de policía junto a un arma reglamentaria que no tardó en volver a las manos de su legítima dueña.

─¡Tira el arma! ¡Ahora! ─ordenó la mujer, despeinada, ataviada con un cómodo pijama y arrodillada sobre el oscilante colchón. Sin duda la mujer de la foto.

─Me temo que no puedo hacer eso…

Se quedaron unos segundos en silencio, midiéndose con las miradas en la penumbra, con sus cuerpos suspendidos en el tiempo, separados por apenas dos metros, bombeando sangre y adrenalina. Tratando de mantener a raya al miedo.

─Eres… ¿policía?

─Inspectora André, ¿quién demonios eres tú?

─Nadie. Solo uno al que han obligado a meterte dos tiros en el cuerpo.

─¿Quién te ha obligado?

─Eso no importa.

─¿Por qué… por qué no lo has hecho?

─Yo… no lo sé. Supongo que aún estoy a tiempo de hacerlo.

─No lo creo. No voy a permitírtelo…

─Ya… ─Acosta veía a una evidente y lógicamente sobresaltada inspectora, con un pulso que se esforzaba por ser firme, pero que a duras penas lo conseguía─. Dime, ¿a cuánta gente has disparado?  ¿Una, dos, diez personas?… ¿Ninguna?

─Puedo matarte ahora, independientemente de lo que haya hecho o dejado de hacer en el pasado…

─Puede, pero tú también morirías. Te lo aseguro.

La mujer no estaba dispuesta a seguir charlando con aquel tipo, así que disparó. Ni lo pensó, solo actuó, deslizó el dedo por el gatillo y el arma estalló. Un segundo, un impulso. Demasiado fácil, demasiado terrible. Acosta se llevó una mano al torso para ver un puntito negro que se extendía por su camisa estampada. La tenía encañonada pero no había podido disparar. Podría haberla matado en cualquier momento, pero por alguna extraña razón no lo hizo. Una fuerza invisible y arrolladora, que no se detuvo a pedir permiso, decidió que aquel no era un trabajo para él. Aunque le costara una bala en el abdomen. Se lanzó al suelo creyendo que el cuerpo se le iba a partir en dos. Rodó lo más ágilmente que pudo hacia la puerta y desapareció de allí chorreando sangre y con el cargador de su arma lleno.

Damián se dejó de películas en blanco y negro y novelas baratas de detectives, era hora de irse a casa. Aquel tipo tan extraño probablemente sería un amante secreto de alguna o algún huésped que no quería ser visto por el personal de recepción. Fue a echar mano del paquete de tabaco pero éste estaba vacío. Mala suerte, el siguiente pitillo debería esperar hasta que volvieran a abrir el estanco por la mañana. Sería lo segundo que haría al siguiente día tras visitar la tumba de su Adela, a la cual llevaba una flor cada día desde hacía cuatro años. Un infarto se había llevado la mitad de su mundo, emborronando la otra mitad en la que ya solo quedaban un par de hijos que hacía mucho que se habían ido a vivir su vida y que llamaban mucho menos de lo que deberían. A aquellas alturas ya daba un poco igual todo, bastante tenía con seguir contando días, fumando cigarrillos a escondidas, viendo el mar, respirando la inigualable brisa de la noche. Echó un último vistazo hacia la esquina del hotel por la que había visto correr a ese tipo, se dio la vuelta y comenzó a caminar a paso tranquilo, admirando la luna y las estrellas, dejándose llevar por recuerdos emborronados. Entonces escuchó unos pasos apresurados, un jadeo ahogado. Giró sobre sus talones para ver al tipo de antes, con una pistola en una mano y la otra presionando su propia barriga como si quisiera evitar que se le saliera alguna tripa. Boquiabierto, probablemente bajo estado de shock, Damián aún tuvo tiempo de ver como aquel hombre se dirigía enflechado hacia su coche y salía derrapando de allí como alma que persigue el diablo.

5

Alex llevaba un buen rato mirando a la tele sin ver nada. En las imágenes, pertenecientes a un anuncio de teletienda, se mostraban las maravillas de una suerte de masajeador de pies automático a precio de ganga. Una pregunta le venía rondando, más bien taladrando, la mente desde hacía unas horas. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Qué pintaba un estudiante de turismo, que se sacaba cuatro cuartos como socorrista en una deprimente comunidad de vecinos, cuidando de la supuesta hija de un tipo al que no conocía en absoluto? Un tipo que bien podría ser un psicópata. Un tipo que, en el momento de ir a pagarle, podría darle dos navajazos en el vientre y cortarle después el cuello. ¿Por qué no? En toda acción hay un riesgo, Alex lo sabía muy bien, con solo poner un pie en el suelo cada mañana al despertar te la juegas, pero aquello iba mucho más allá. ¿Aceptar una oferta de empleo tan extraña e inesperada solo por una jugosa paga? Había que estar loco de remate para meterse en un berenjenal así sin saber nada de la persona que te empleaba. Por otro lado, ¿qué clase de persona dejaba a su hija de ocho años con un total desconocido? El chico de la piscina, vaya una cosa, no habían cruzado una palabra nunca, más allá de un farfullado buenas o un hasta luego.

Cogió el mando a distancia y comenzó a hacer zapping de forma compulsiva, sin fijarse en lo que iba apareciendo en la pantalla, tan solo pulsaba el botón, como si en una de esas fuese a desaparecer de aquella casa y aparecer en la suya propia, o en el paseo marítimo con sus colegas a los que había dejado tirados aquella noche. Entonces un pensamiento acudió a su cabeza como un rayo, un flash de medianoche que encendía la duda en su interior, la madre de todas las pregunta. ¿Y si, simplemente, se largaba de allí? Por lo que sabía, aquel tipo, ese Acosta, no tendría ni pajolera idea de donde vivía, no sabía nada de él salvo que se llamaba Alex. Podría levantarse del sofá y largarse de allí en su coche cagando leches, buscarse otro empleo basura veraniego y no volver a aquella comunidad en su vida. Pero, y ahí estaba ese gigantesco e inevitable pero, ¿qué pasaba con la niña? ¿Podría abandonarla sin más? ¿Dejarla ahí durmiendo sola? ¿Y si despertaba y no encontraba a nadie allí? ¿Y si abría la puerta y salía la calle en plena noche, sola, asustada, indefensa? No, ni hablar, ¿en qué clase de persona lo convertiría eso? Ahora no le quedaba otra que apechugar, esperar a aquel hombre llegara lo antes posible, coger la guita y pirarse. Nada más.

Entonces sonó su móvil.

─¿Acosta?

─Sí, soy yo… escucha ─Alex puso todos los sentidos en esa voz que se oía lejana, amortiguada por el ruido de un motor. Estaba conduciendo─. Necesi… necesito que hagas algo por mí. Algo importante.

─¿Más que cuidar de tu hija?

─Bueno, en esencia es eso… Alex, pero voy a necesitar que hagas algo más…

─Mira tío, no sé qué pasa, pero admito que esta situación está empezando a acojonarme.

─Lo sé, tranquilo. Escúchame con atención. Quiero que saques a mi hija de la casa.

─¿Cómo? ¿Ahora?

─Sí, ahora. No es seguro que estéis allí.

─¿Cómo que no es seguro? ¿Qué significa eso?

─Significa que necesito que cojas a mi hija y te la lleves en tu coche.

─No, no, no, ¿tú te estás escuchando? ¿Estás mal de la puta cabeza? Voy a llamar a la policía, eso es lo que voy a hacer. Lo mejor será que se encarguen ellos de esto…

─No se te ocurra hacer eso, ¿me oyes?

─¿Por qué no? ¿Quién eres… qué está pasando aquí?

─Mira, Alex. Pareces un buen chico, por eso te he encomendado a la persona que más me importa del mundo, pero si no haces exactamente lo que te digo van a pasar cosas malas. Cosas… muy malas.

─Pero, ¿de qué cosas estás hablando?

─¿Cómo está Grecia?

─Durmiendo, ella…

─Despiértala. Dile que coja su mochila especial, ella sabe cuál es, y nos vemos en el edificio gigante abandonado que hay a las afueras antes de llegar al bosque, pasada la gasolinera BP. ¿Conoces el sitio?

─Sí, sí, pero…

─Ya no te lo estoy pidiendo, te lo estoy rogando, Alex, y no quisiera…  por nada del mundo quisiera tener que amenazarte. Haz lo que te digo, llegaré allí en menos de media hora.

La llamada se cortó, quedó flotando sobre una cabeza, la de Alex, por la que parecía haber caído una bomba termonuclear. Aquellos dos minutos y medio de llamada habían arrasado con casi todo a su paso. No entendía nada, era incapaz de pensar con claridad, se había convertido en un maniquí del escaparate de una tienda de ropa para surfistas. Permaneció parado un tiempo indeterminado, simplemente congelado en el tiempo, con la boca abierta hasta el suelo y un móvil que acababa de amargarle aún más una noche para el recuerdo. O quizá mejor para olvidar.

─¿Era mi papá?

─Gre-Grecia, ¿no estabas durmiendo?

─Me has despertado. Gritabas.

─Sí, lo siento, estoy… estoy un poco nervioso ahora mismo.

─¿Qué quería?

─¿Eh?

─Mi papá.

─Ah, claro, tu pa… Me ha dicho que tenemos que irnos, que… que cojas tu mochila especial o algo así.

─Entiendo. Otra vez toca huir.

─¿Cómo qué… otra vez? ¿De qué se supone que hay que huir?

─De los malos, ¿de quién va a ser?

─¿Qué… qué malos?

─Los que le quieren hacer daño a mi papá.

─No lo entiendo… ¿por qué?, ¿por qué no vais a la policía para detengan a esos… hombres malos?

─No podemos. Mi papá dice que no tenemos elección.

─Claro que sí, siempre… siempre hay otra opción.

─No para nosotros, me lo explicó mi papá. Es un mundo sin elección. Cuando vienen, solo podemos huir.

La niña desapareció del salón dejando a Alex clavado como un poste al suelo. Lo que pasó ante él a continuación no fue la película de su vida, aquello era más bien una colección de videos caseros. Se encontraba sobrepasado, inundado por cosas que trascendían su conocimiento, por cosas que nunca creyó que se plantearía. Debía rehacerse, ser un adulto, afrontar las cosas tal cual venían, improvisar, adaptarse. Joder, hasta la niñita estaba demostrando más entereza y dignidad que él. A los tres minutos apareció cargando una mochila roja y negra casi tan grande como ella. Alex se ofreció a ayudarla, pero ella declinó la oferta con amabilidad. Su mochila, su responsabilidad. Ella se encargaba, estaba bien aleccionada. Abandonaron el piso sin apagar las luces ni la tele, por orden de Grecia, y bajaron por las escaleras en vez de por el ascensor hasta llegar al garaje del sótano. Allí, en una plaza junto a la puerta de salida, se encontraba el viejo Seat León blanco que el padre de Alex le había comprado a un amigo para que su hijo cogiera rodaje tras el volante. Lo tenía dos años, ya era como un miembro más de su cuerpo.  Alex sentó el culo en su asiento y asistió atónito mientras Grecia entraba por una de las portezuelas de atrás y se colocaba en el suelo, detrás del asiento del copiloto, junto a su voluminosa mochila.

─¿Vas bien ahí?

─Sí, vamos, arranca.

Alex arrancó. Dos veces, puesto que la primera se le caló. Era un manojo de nervios, la torpeza personificada. Céntrate Alex, por el amor de dios. Trató de templarse, respiró hondo, dejó de lado los peligrosos castillos en el aire que se estaba imaginando y sencillamente se dedicó a salir de allí. Se dedicó a conducir. Subió la rampa que le devolvió a la calle y siguió recto, despacio, hasta girar por la calle del fondo y abandonar una urbanización a la que ya no pensaba volver.

6

Ciento treinta kilómetros por hora. Una velocidad lo suficientemente alta como para cubrir la distancia que le separaba de Grecia y Alex en el tiempo convenido, pero no tanto como para llamar la atención de un posible coche patrulla o radar móvil que le terminara de aguar la noche. Acosta se había liado un vendaje temporal alrededor del torso que ya comenzaba a sangrar. El ciño del cinturón de seguridad ayudaba en esa tarea. Se deslizaba por la oscura y solitaria autovía, tan solo viendo las discontinuas líneas que iban apareciendo frente a sus faros, las reflectantes estrellas que adornaban un cielo en el que ya no podía ver la luna. El plan iba tomando forma en su cabeza, en realidad se trataba de lo mismo de siempre, recoger, conducir, cambiar de coche en cuanto tuvieran ocasión y seguir conduciendo. Cerrar los ojos y posar un dedo al azar sobre el mapa. Ese sería el lugar en el que empezar de nuevo, el sitio en el que, por tiempo limitado, podrían fingir llamar hogar.

Un par de faros aparecieron a sus seis. Un par de faros de un vehículo en el que pudo advertir dos cabezas que danzaba a bastante más velocidad que el suyo. Cuando se quiso dar cuenta lo tenía justo detrás, cegándolo por un momento, obligándole a pisar el acelerador al máximo. Ciento sesenta kilómetros por hora. Preparado para el despegue. El coche perseguidor se acercaba más y más, rugía como una bestia de la sabana a punto de saltar sobre su presa. Solo era cuestión de segundos que ocurriera la primera embestida. Acosta pudo controlar bien el vehículo, evitando que se fuese hacia el quitamiedos. Enderezó y siguió recto, comenzando a zigzaguear entre ambos carriles en un vano intento de evitar otro toque. El coche perseguidor cambió de estrategia, aumentó revoluciones y logró sobrepasar al de Acosta para, después de aflojar un par de segundos, colocarse perpendicular a él y saludarle con un par de balas que rompieron el cristal del asiento del copiloto. Acosta se palpó el cuerpo y no encontró ningún nuevo agujero, observó con estupor los cristalitos sobre el asiento que tenía al lado y abrió la guantera mientras un par de balas más silbaban a su alrededor. Ahí había guardado el cacharro que no quería haber utilizado, el de las emergencias de verdad, su instrumento de muerte. El que dice se acabaron las tonterías, eres hombre muerto. Sacó el Uzi, comprobó que iba debidamente cargado, apuntó con la derecha hacia el hueco de la ventanilla mientras controlaba el volante con la izquierda. Esperó. Cuando el coche perseguidor volvió a colocarse en paralelo al suyo, el Uzi disparó una larga ráfaga. Diez balas por segundo, le comentó el tipo que se la vendió tiempo atrás. El piloto cayó agujereado antes de que se perdiera el control de su coche y atravesase el quitamiedos derecho. Voló por los dos carriles del sentido contrario y siguió rodando desierto a través. De su acompañante nunca más se supo. Acosta dejó su humeante ametralladora de nuevo en la guantera y aceleró. Ciento cuarenta, ciento treinta kilómetros por hora. Ya estaba más cerca de su destino, ya estaba más lejos de abrazar una vida normal.

Pasó la gasolinera BP y vio la fantasmagórica construcción abandonada en la que había quedado con el chaval. Más allá las oscuras copas de los árboles anunciaban un nuevo mundo. El edificio en cuestión debía ser un gran y moderno hotel con spa, una decena de plantas, salones de juego y lucecitas, pero cuando solo tenían la estructura del edificio montada un tipo huyó con unos papeles muy importantes y se destapó un caso de corrupción urbanística que se llevó por delante a un concejal y a un par de empresas. Lo de siempre. Acosta detuvo el coche un momento para limpiar los restos de cristales de la ventanilla que habían quedado sobre el asiento y el suelo. Recogió también los casquillos de su Uzi y los metió en una bolsa de plástico de la que se desharía en la primera área de descanso en la que pararan. Comprobó que la venda de su torso era cada vez menos blanca. Ya habría tiempo de remiendos y analgésicos. Volvió al volante, quitó el freno de mano y avanzó los escasos quinientos metros que le separaban de un Seat blanco algo viejo pero bien cuidado.

Una de las puertas de atrás se abrió nada más verlo llegar. Grecia salió el coche con la imperturbable sonrisa de la inocencia. A pesar de saber que ya se volvían a ir, de tener la certeza de que algo había pasado para cambiar sus planes tan pronto, algo muy, muy malo, no podía fingir no sentir una inmensa alegría por ver a la persona que más quería en el mundo. Un amor tan grande como el mismo cielo. Acosta abandonó su vehículo olvidando por un momento el ardor que descosía sus entrañas para fundirse en un caluroso y emotivo abrazo con su pequeña.

─¿Estás bien, pequeña?

─Muy bien, papi, ¿y tú?

─Esto no es nada, no te preocupes. Es solo  un arañazo.

─Un arañazo un poco grande.

─Sí… escucha, guapa, lo siento mucho, mucho. Creí que podría hacer algo bien, arreglar las cosas, pero no he podido… Vamos a tener que irnos otra vez.

─No pasa nada.

El gesto de paz de la niña reforzaba sus palabras. No había atisbo ahí de miedo ni vergüenza, mucho menos de decepción. No en vano había crecido en ese credo, había ido madurando en la costumbre de no tener costumbres, de no arraigarse, de no tener un hogar que durara más de unos meses. Ella sabía muy bien como era su vida, comprendía que lo verdaderamente importante era estar juntos, con independencia del lugar en el que eso ocurriera.

Alex se mantenía a unos precavidos dos metros de distancia. Observando la escena en silencio, sintiendo algo parecido a la emoción, pero deseando con todas sus fuerzas que todo acabase ya, que aquel tipo le pagara o no, pero que cogiera a su hija y desapareciese de su vida para siempre. Así podría volver a su rutina prefabricada y carente de riesgos, a salir de fiesta y conocer a alguien especial, a fugarse las clases para, simplemente, vivir. Acosta indicó a Grecia que se subiera al coche y se pusiera el cinturón. Él iría enseguida.

─Aquí tienes lo que te prometí y un poco más, por las molestias– Acosta le dio un sobre que acababa de sacar de uno de los bolsillos traseros de su pantalón ─. Siento todo lo que te he echado encima esta noche, chico. Pero la situación me apretaba y eras el único en el que podía confiar.

─¿Por… por qué? –preguntó Alex mientras contaba por encima los billetes del sobre, había casi el doble de lo convenido.

─Porque me dio esa impresión la primera vez que te vi. Tienes, ¿qué?, veinte años y no dejas de mirar a la piscina ni por un segundo. No te entretienes con el móvil, apenas miras a las musarañas, no parloteas con los jovenzuelos… Te comprometes con tu trabajo. Y eso no lo hace todo el mundo.

─Bu-bueno, supongo –respondió Alex, aunque sabía que exageraba.

─Hasta siempre, Alex. Muchas gracias por cuidar de mi pequeña.

─De nada -Alex carraspeó, se mesó el cabello con ambas manos, miró al cielo estrellado antes de enfrentar esos ojos de nuevo-.  ¿Ya… está?

─¿El qué?

─No sé. Creí que al final me amenazarías si llamaba a la poli, que me dirías que mantuviera la boca cerrada, que me partirías las piernas… Esas cosas.

─Nada de eso. Eres libre de hacer lo que consideres. Entiendo que está siendo una de las noches más raras de tu vida pero, ¿has visto que se cometiera algún delito? Aparte del hecho de haber cobrado en negro…

─Eh, no… -no pudo evitar parar la mirada unos segundos en la mancha de sangre de la camisa-.  La verdad es que no.

─Entonces ya sabes por qué estoy tan tranquilo contigo.

El tipo de la camisa con piñas se dio media vuelta tras despedirse del chico con una mueca que pretendía ser una sonrisa. Presionó su costado malherido antes de subir al coche, comprobar que Grecia llevaba bien colocado el cinturón, abrocharse el suyo y decirle alguna bobada que la hizo reír antes de arrancar y desaparecer en la oscuridad de la noche. Alex se quedó parado observando hacia su dirección hasta que las luces traseras desaparecieron por completo. Vaciló un instante antes de volver a su vehículo y emprender el camino a casa. Por un momento imaginó como sería eso de vivir sin reglas ni horarios, sin hogar, sin un plan preconcebido. Desapareciendo y volviendo a aparecer al rato con la camisa manchada de sangre, la mirada perdida y el pulso a mil, con la carretera como principal aliada. Tiempo y espacio, nada más. O quizás sí, puede que se equivocara en casi todo, que todas esas cosas que se supone que aquel tipo no tenía eran superfluas, solo extras, migajas de la existencia. A lo mejor tenía todo lo que podía desear, puede que le bastara con tener al lado a una personita a la que querer y cuidar.

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