Luna pálida

Alfonso Gutiérrez Caro

Luna pálida

Pasan un par de minutos de las ocho de la tarde del vigésimo noveno día de confinamiento. El habitual aplauso balconero ha dado lugar a una algarabía capitaneada por uno de los grandes éxitos de King África. No sé cómo hemos llegado a esto, pero siento que me queda ya poco aguante. ¿Sería demasiado maleducado, una falta total de sensibilidad y empatía, si sacase la cabeza por la ventana y los mandase a todos a tomar por saco?

Conozco la respuesta, así que agarro el mando a distancia y buceo en el insondable catálogo de Netflix en busca de una buena opción para toda la familia. En realidad para una opción pasable, que ya no está uno para pedir exquisiteces. La niña me lanza un oso de peluche a la cabeza, pero esta vez no va a dar comienzo una de nuestras ya clásicas guerra de peluches. El móvil, en silencio desde hace casi un mes, comienza a vibrar como el cascabel de una serpiente sobre el cristal de la mesita que tenemos frente al sofá.

No conozco el número, así que debería dejarlo vibrar como si tal cosa. ¿Algo importante? ¿Una emergencia? Lo malo de pasar de cogerlo es que no tengo excusa. ¿Acaso puedo estar en otro sitio que no sea mi puñetera casa? Descuelgo, quizás hasta me venga bien escuchar una nueva voz.

‒¿Diga?

‒Sí… eh, ¿Samuel, eres tú, tío?

‒El mismo. ¿Quién eres tú, tronco?

‒Acho, ¿no te acuerdas de mí? Soy Francisco Valenzuela. Fran, el colines.

La información me cae como el agua a chorro de una cascada. Ya me acuerdo de ti, colines. Es curioso como un mote tan estúpido y poco trabajado logre retrotraerme varias décadas en el tiempo, a un patio de colegio con el suelo lleno de chinarros y un chaval delgaducho y de tez amarillenta que siempre, siempre, almorzaba un colín tan largo como una espada.

‒¡Anda! Me cago en la leche, ¿qué es de tu vida, colines?

‒Bueno, bien, todo lo bien que se puede estar con este panorama…

‒Uf, y que lo digas. Estoy a un Resistiré más de aparecer en las páginas de sucesos.

‒Ya… bueno, te estarás preguntando por qué te he llamado…

‒Igual ya va siendo hora de que me lo digas, sí.

‒Perdona, es que me da cosa, dadas las circunstancias… Esto, sigues siendo detective privado de esos, ¿no?

‒Sí, de esos. Aunque últimamente está un poco parado el tema, como podrás imaginar.

‒Claro, me hago cargo… Yo, verás, quería que encontraras a alguien.

‒Te escucho.

‒Vale. No es exactamente alguien… bueno, en realidad sí que lo es, pero no es lo que estás pensando.

‒Te estás liando, colines.

‒Quiero que busques a Pinky, mi perro.

Tardo en reaccionar. Noto como se me seca la boca y me entra una carraspera muy extraña, empiezo a balbucear, mi cerebro necesita reiniciarse. En la calle King África ha cedido su turno a una profética Mi gran noche de Raphael.

‒A ver, Fran, yo… ¿me estás hablando de un perro?

‒No de un perro, de mi perro. El perro de mis críos, Samuel.

‒Ya… ¿te has pensado que soy Ace Ventura o un puñetero rastreador Cheyenne?

‒Escucha… estoy desesperado. Debió escapar del patio de casa hace unas noches, y llevo días buscándolo como un loco por todas partes. Ya no sé qué hacer… entonces me he acordado de ti, de cuando encontraste a Julio y he pensado…

‒Julio es una persona… más o menos, solo se había puesto hasta el culo de éxtasis y se perdió. Esto no tiene nada que ver, no soy un experto en perros.

‒Pero investigas, sigues pistas, te conducen a cosas, ¿no es cierto?

‒Esta conversación no tiene sentido. Esto es absurdo, aunque aceptara, que no lo voy a hacer, sabes muy bien que no puedo salir de mi casa. Nadie puede.

‒Pero tendrás una licencia de investigador, ¿no?

‒Claro, si me para la poli siempre le puedo decir que ando buscando al perro de un tío que hace una década al que no veo. Seguro que movilizan a la Interpol.

‒Por favor, sé que te pido demasiado, pero no podemos vivir sin Pinky. Estos últimos días sin él han sido los peores que recuerdo en mucho tiempo, y mira que nos toca tragar mierda a todos últimamente… Los críos están destrozados, mi mujer y yo también. No sabemos cuánto tiempo más vamos a estar encerrados, pero sin él te aseguro que va a ser muy, muy triste.  Él… es nuestra familia.

Ahí viene, el deber golpeándome de nuevo con un encargo tan noble y sincero que no puedo evitar que se me encoja un poquito el corazón. ¿Por qué la gente se piensa que soy una ONG? ¿Debería dejar de comportarme como si fuese una maldita ONG?

‒Me voy a arrepentir de esto, pero mándame una foto reciente del bicho, la ubicación de tu casa y las zonas por las que sueles salir con… Pinky. Pensaré en algo. No te puedo prometer nada, solo voy a darme una vuelta. ¿Ok? Si no tengo por dónde tirar me vuelvo a casa.

‒Es todo lo que te pido, Samuel. Te debo una. Gracias, un millón de gracias.

‒Ah, y si me ponen una multa la pagas tú.

Muy bien máquina, ¿cómo se supone que se busca a un perro? O, mejor dicho, ¿qué se puede hacer que no haya hecho su dueño ya? ¿Preguntar a los vecinos? ¿Pegar fotos del animalito en postes de la luz? ¿Poner una ristra de galletitas que conduzcan a la puerta de su casa? No, supongo que lo que tengo que hacer es analizar la zona en la que habitualmente se mueve esa bola de pelo, establecer un radio de acción y patearme el lugar. Ahí, a la antigua usanza. Perros, hombres… ¿en serio le he dicho que sí?

Son las ocho y diez y está atardeciendo. En cosa de una hora la penumbra lo devorará todo. ¿A dónde coño voy con semejante panorama? Desoyendo al sentido común salgo de casa con una trola que mis chicas se huelen a la legua pero aún así aceptan. Ya me conocen, soy culo de mal asiento, así que no les extraña que necesite salir a tomar un rato el aire después de cuatro semanas a la sombra. También les he dicho que tengo intención de ordenar los cientos de carpetas de archivos de la agencia que tengo en el trastero. ¿Poco creíble? Puede, pero ahí queda.

Me calzo las deportivas, la mascarilla casera hecha con un trapo de Ikea que he usado el par de veces que he salido a hacer la compra, y un par de guantes de plástico desechables de una caja que pille de pura potra en Mercadona. Arranco el carro con una inevitable sensación de culpabilidad. Las calles vacías, el ambiente enrarecido y los dibujos de arcoíris de numerosas tipologías y colores en las ventanas me acompañan hasta el barrio del colines y familia.

En una rápida búsqueda con Google maps, señalo tres potenciales lugares en los que comenzar a husmear. El parque donde suelen sacar a Pinky a aliviarse; un descampado cercano –con coche abandonado sin ruedas incluido- donde la criatura se pega sus carreras y le lanzan la típica pelota de tenis; y una vieja fábrica conservera que tiene pinta de llevar cerrada dos décadas. En los dos primeros me tiro un buen rato consumiendo infructuosamente los últimos minutos del día, tratando de encontrar un rastro que desconozco por completo.

La fábrica es una auténtica ruina. En su momento debió de ser un buen monstruo, pero hoy el coloso tiene agujeros por todas partes. Se encuentra lo suficientemente retirada como para que Pinky no sepa volver a su casa, pero no tanto como parar poder haber llegado solo hasta allí. El día se despide de mí ofreciéndome una bonita estampa rosada con los últimos haces del sol espolvoreándose sobre las montañas. A lo alto domina una luna pálida que parece querer hipnotizarme. La contemplo una vez más y voy para adentro.

Enciendo la linterna del móvil para internarme en un lugar tan frío y lúgubre que no puedo evitar pensar en esas pelis malas de terror de serie B o Z que algunos sábados por la noche me zampaba con mi padre. Me bajo la mascarilla al cuello en plan forajido del far west para respirar una atmósfera plena de polvo y humedad. Llegan los primeros escalofríos, esto no mola.

Lanzo un par de silbidos al aire, como un mago de baratillo que intenta resolver la actuación con un fallido abracadabra. Ni el eco me los devuelve, así que sigo caminando con tiento por los caóticos restos del pasado, evitando ladrillos y pequeños socavones, contemplando una enorme cinta transportadora que en su día debió funcionar a toda máquina.

Pasan los minutos y los escombros adquieren forma de laberinto. Empiezo a cagarme en mi propia estampa. ¿De verdad está pasando? Con lo tranquilo que estaría en casa viendo las deprimentes noticias con su baile de cifras y comentarios sobre la curva más famosa de la historia. ¿Qué narices hago en este inmundo estercolero? ¿Todo por un puto perro que ni siquiera conozco? Por el amor de dios, Samuel Alonso, tras ésta te coronas como el detective más patético del mundo.

Entonces pasa algo, o más bien se oye algo, como unos cascotes cayendo al fondo de la negrura. Me pongo en posición de alerta, algo así como medio agachado y con los oídos y ojos abiertos al máximo. Cojo un hierro enrobinado mientras sigo apuntando con la linterna al horizonte y avanzo por una suerte de pasillo que se va estrechando. Una pesadilla claustrofóbica que acaba con una pared tapiada y un agujero bien hermoso en el suelo.

Lo normal a estas alturas sería lanzar un resoplido al aire, darse una auto palmadita en la espalda por haberlo intentado y largarse cagando leches. Eso sería lo lógico, la salida más racional y digna… pero entonces miro al asqueroso suelo arenoso que tengo bajo mis pies y veo un restregón seguido de unas huellas. La madre que me parió. De repente me hago con el premio rastreador de oro de los boy scouts. Algo las ha difuminado, y no se ve un carajo a pesar de la linterna, pero apostaría a que hay unas pequeñitas huellas de Pinky.

A tomar viento la cautela, bajo. Tiro el hierro que ha dejado mi guante rojo y me deslizo por el terregoso agujero, algo así como una madriguera de conejos gigantes que acaba en un inmenso y alucinante espacio sorprendentemente iluminado. La gruta parece alicatada con azulejos de varios colores. Lo primero que me viene a la mente es el metro de Londres, no sé por qué, aunque no haya vías ni marquesinas. Lo que si hay es gente, y no poca, al menos cuento dos docenas de un rápido vistazo. Hombres, mujeres y niños. Apenas me miran, no parece molestarles ni sorprenderles mi presencia, simplemente están sentados los unos junto a los otros, compartiendo calor humano.

Si me medicara diría que me he saltado alguna dosis. O diez. Quizás lo haga y esto no sea más que una alucinación provocada por las drogas. Mi primera reacción es volver a colocarme la mascarilla, pero por alguna razón no lo hago. Tan solo camino, observando a la gente que jalona el camino, envueltas en mantas, iluminadas por las pequeñas llamas de unos pocos candiles, aproximándome a una cosita peluda que menea el rabo mientras da lengüetazos a un improvisado cuenco fabricado con la base de una garrafa de plástico. Cuando llego hasta el perro se da la vuelta y comienza a lamerme los empolvados deportivos, después coloca un par de patitas en mi espinilla y me mira.

Nadie dice nada, yo tengo tantas preguntas en la cabeza que entre todas se atropellan y no queda ninguna en pie. Tomo a Pinky en mi regazo y vuelvo hacia la entrada de la madriguera, echando un par de vistazos atrás, todo tranquilo, todo en paz, subiendo con tiento la leve pendiente que me lleva al mundo exterior. Escapar de allí resulta más sencillo de lo que creo, aunque me lleva un buen rato dar con la abertura por la que entré.

Cuando salimos pongo a Pinky en el suelo y este comienza a lanzar bravos ladridos al cielo. En el horizonte, el sol sigue espolvoreando haces de luz sobre las montañas. El cielo continua igual de rosa que antes y una luna pálida me descoloca el alma. Entonces el tiempo vuelve a andar, el cielo se oscurece a velocidad de rayo mientras mi nuevo amigo y yo nos dirigimos al coche en busca de nuestro hogar.

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