(relato extra de Distopía: volumen I)

Descomposición

Descomposición

Relato extra de la novela «Distopía: volumen I»

  • AUTORES:

    Alfonso Gutiérrez Caro, Víctor Mirete, Cristóbal Terrer y Jesús Boluda

  • FECHA

    septiembre 2019

Si estás leyendo estas líneas es que estás dentro…

Si has llegado hasta esta página, has descubierto el relato extra que nuestra novela Distopía: volumen I incluye al final del libro a través de un código BIDI. Este relato ha sido escrito siguiendo las pautas del llamado «cadáver exquisito». Una técnica literaria por la cual, cada escritor escribe su parte del relato y se la cede al siguiente. Una divertida forma de componer un relato entre varios escritores sin saber qué te vas a encontrar por parte de tu predecesor.

Distopía simboliza ese futuro que hoy imaginamos, dispuesto a hacerse realidad…

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Parte I

Alfonso Gutiérrez Caro

Respiró hondo, tensó la cuerda del arco con la mirada fija en su almuerzo. Lo tenía donde quería, sin margen de error, sin opción de escapatoria. Disfrutaba más de ese momento previo que de cualquier otra cosa, de ese segundo en completa sintonía con la naturaleza que le envolvía, del silencio, de la humedad de la selva a esa hora de la mañana. La flecha acabó entre los ojos de aquella bestia cuadrúpeda de redondo hocico, largos cuernos y abundante carne. La tomó por los cuartos traseros, se la echó a la espalda y desanduvo los pasos que le habían traído hasta allí.

El Gran Anillo no estaba lejos. Apenas diez minutos más tarde, tras dejar la densa vegetación, pudo ver su imponente figura en el horizonte, dominando el inmenso valle. Se trataba de un gigantesco edificio ovalado de ciento cincuenta pies de altura. Nada sabían acerca de la construcción de esos hermosos arcos, la metálica cubierta, los diferentes niveles y ese inmenso campo en el que vivían varias decenas de familias. Tan solo sabían que allí los antiguos celebraban un desconocido ritual semanal llamado fútbol.

La puerta principal se abrió para dar entrada al cazador, el cual dejó su pieza en el lugar habitual antes de echarse un agua en la fuente que para ello disponían en el pasillo de despiece. Dejó atrás los pasillos mal alumbrados por antorchas y salió a la zona central, a ese campo seco, a la amalgama de tiendas y puestos de diversa índole, espacios de venta, instrucción y recreo que allí se amontonaban. El cazador pretendía echar mano del dulce fruto rojo al que llamaban werk cuando notó una mano amiga posarse en su hombro. Se trataba de Reji, el viejo consejero de la tribu.

—Lynden, aquí estás, llevo un buen rato buscándote –le dijo Reji, un tipo que coleccionaba arrugas en el rostro.

—Y no se te ha ocurrido salir fuera a buscarme, ¿verdad? No vaya a ser que ya no vuelvas.

—No bromees con esas cosas, chico, yo ya no estoy para esas aventuras.

—Ni ahora ni nunca, viejo, desde que tengo uso de razón lo único que te he visto hacer ha sido parlotear sin parar.

—Cada uno tenemos un cometido, unas habilidades. Tan necesario es el arco como la diplomacia.

—La diplomacia rara vez te ha dado algo para meterte en el estómago.

—Pero eso está a punto de cambiar, Lynden, el tiempo del aislamiento está cerca de llegar a su fin. De hecho te buscaba por eso, recuerdas que hoy viene la Señora de Palos Altos, ¿verdad?

Lynden comenzó a negar con la cabeza. En vez de responder al anciano decidió echar a andar, dando un par de buenos y sonoros bocados a su tentempié. El hombre salió disparado detrás de él, logrando cortarle el camino.

—Por favor, escúchame, chico. El encuentro con la Señora es el acontecimiento político más importante de… de siempre. Como sabes nuestra tribu se ha caracterizado por la autosuficiencia y el autogobierno, pero también sabes que no podemos vivir eternamente solos. Necesitamos de los demás Señoríos para…

—¿Para qué? ¿Eh? ¿Protección? No la necesitamos. ¿Abastecimiento? Tenemos comida de sobra en las despensas. No les necesitamos para nada, ni siquiera son humanos…

—¿Qué hay de la energía? Vivimos en la penumbra, Lynden, mientras que en Palos Altos han logrado restablecer esa energía antigua que llamaban electricidad. Si llegamos a un acuerdo con la Señora podrían compartir sus conocimientos y recursos con nosotros. ¿No lo ves?

—No veo en qué podríamos necesitar esa energía. Tenemos cuanto necesitamos para vivir en paz, así lo llevamos haciendo desde tiempos de mis tatarabuelos.

—Pero a  ellos no se les presentó esta oportunidad, no tuvieron más remedio que buscar un refugio contra la Descomposición, pasaron hambre e inmundicia durante años hasta que el mal se replegó.

—No sé qué es lo que quieres de mí, viejo, no me necesitáis para llevar a cabo vuestra negociación.

—Pero tu madre, nuestra venerada Señora, quiere que estés allí, que la acompañes. Precisa de tus ojos y oídos.

—Pero no de mi boca, ¿no es así? Ella sabe muy bien mi postura en este tema.

—Por eso me ha enviado para convencerte. Te necesita y valora más de lo que crees. Piénsalo, prométemelo. La comitiva de Palos Altos estará aquí en media hora.

Lynden, como era de esperar, no dijo nada más. Se dio media vuelta y dio buena cuenta de lo que le restaba de werk mientras se perdía entre el mar de gente. Se abandonó entre pensamientos y posibilidades, dudas y certezas, teniendo siempre bien presente una enseñanza de su padre, quizás lo único que le dio que de verdad valió la pena antes de morir: “no se puede confiar en los humanos, y mucho menos en los que no lo son”. Quizás el viejo Reji tenía razón y era momento de avanzar, de dar un paso adelante y prosperar, pero por cada pensamiento positivo que acudía a su cabeza lo hacían también una decena de negativos.

Su tribu no estaba preparada para abrir las puertas, aquel encuentro iba a suponer una total insensatez, un peligro innecesario en opinión de Lynden. Mas poco podía hacer él, rehusó a su posición en el consejo años atrás en pos de una vida tranquila, lejos de la toma de decisiones, de las pláticas de viejos. Lo suyo era la madre naturaleza,  la caza, la recolección de recursos… Ahí debía residir la felicidad de todo hombre y mujer del Gran Anillo, aspirar a más podría significar el fin de todo.

Aún andaba inmerso en sus pensamientos cuando un estruendo le devolvió de bruces a la realidad. El cielo adquirió ese tono rojizo que las tribus humanas tanto temían, ese se aroma a óxido en el aire y la actividad eléctrica. Pronto tañeron las campanas, adueñándose el caos de todos y cada uno de los corazones que ahora miraban temerosos al cielo, esperando que aquello no estuviera pasando, que fuese solo un sueño…

Aquello solo podía significar una cosa: la Descomposición estaba llegando.

Parte II

Víctor M. Mirete Ramallo

La conciencia se esculpe cuando eres niño, el juicio cuando eres adulto y el arrepentimiento cuando eres anciano. Normalmente suele ser así, solía ser así, salvo si eres un híbrido, o un Palo Alto, como les llamaban los humanos en de la zona de aislamiento del Señorío del Noreste: El Gran Anillo.

Cuando eres un híbrido ni eres humano, ni eres una máquina. No estás oficialmente vivo, pero vives como tal. Por lo tanto, en sus días no existen las edades, ni las familias, ni las emociones más básicas. Un código implantado en su autómata primario es su ADN, su identidad y su destino. El vestigio más humano que les quedó fueron cuatro de los cinco sentidos. Podían ver, oír, oler y tocar. Con el tiempo lograron comunicarse entre ellos de forma telepática.

No crecen, no evolucionan y no se reproducen. Fueron iguales al nacer y serán iguales al morir. Tan solo una barra vertical insertada en sus espaldas determinaba de alguna forma su tiempo de actividad y su nivel de contaminación. Cuanto más larga fuese, más joven era ese híbrido, y por tanto menos había interferido los efectos colaterales de la descomposición en él. Menos consumo eléctrico había absorbido y más tiempo de ‘vida’ le quedaba.

Esa raza era el resultado de un experimento demasiado lejano en el tiempo. Un organismo biotecnológico evolucionado a partir de los primeros Soldados Sonda creados justo después de la primera descomposición. Tras la segunda era, la casi totalidad de seres humanos murieron, salvo aquellos que pudieron refugiarse en bunkers o edificios aislados como El Gran Anillo.

Con el paso de las décadas y siglos y de las sucesivas Descomposiciones, el ser humano sufrió una involución, su desarrollo se fue reduciendo exponencialmente hasta que generación tras generación cada vez eran más primitivos. El hombre del siglo XXI acabó siendo un Neanthertal. Pero los Híbridos siempre habían estado, sobreviviendo a la Descomposición, adaptándose a lo que venía después.

Los recursos para obtener electricidad en el Noroeste cada vez eran más escasos. Los Palos Altos la utilizaban como ‘alimento’, como fuente de regeneración. Extraían la energía de los viejos generadores y transformadores de los edificios de las antiguas ciudades, pero lugares como el que fue un gran campo de fútbol diez siglos atrás, seguían siendo un reducto infranqueable para los Híbridos. Allí los humanos eran la especie dominante y los híbridos el enemigo.

—Muchos nos ven como el enemigo a batir, no nos dejarán entrar tan fácil.

—Los más viejos ya no son tan reticentes. Están empezando a darse cuenta de que son un eslabón perdido de otra civilización anterior. Algunos ya saben que su supervivencia depende también de nosotros, de nuestra capacidad para dominar la electricidad. Juntos podríamos convivir y ayudarnos.

—Si deciden atacar no podremos defendernos. Nosotros no estamos preparados para una confrontación cuerpo a cuerpo.

—No nos diseñaron para golpear sino para sobrevivir a los golpes. Si les convencemos de que con nosotros estarán más seguros, podremos

—Lynden, el hijo de la Venerada Señora nunca se convencerá.

—Mira el cielo. Ya viene. Quedan horas para que la primera radiación entre en la atmósfera. Sigamos la marcha.

—Un momento…

—¿Qué sucede?

—Hay alguien. Nos están rodeando. Mira en los árboles. Hay decenas de ellos, puedo olerlos.

—Yo también…

—¿Qué hacemos? La casamata está demasiado lejos, nos alcanzarán antes de que podamos llegar.

El sonido quebrado de decenas de cuerdas de arco tensando se escuchó en el angosto silencio del bosque. El clan de Lynden había acorralado a la comitiva de Palos Altos. Les había visto aproximarse durante su salida de caza y alertó, a espaldas de su madre y Reji, al clan rebelde para que les tendieran una emboscada en el bosque antes de que llegasen a El Gran Anillo. No podía dejar que entraran ni que su Señorío llegase a ningún acuerdo con ellos. Llevaba mucho tempo observando sus movimientos y sus intenciones y sabía que cualquier acuerdo entre esas dos razas acabaría con la forma de vida de los humanos.

Diez hombres y mujeres armados con arcos y lanzas aparecieron sigilosamente entre la espesura, rodeando a los dos híbridos que caminaban hacia El Gran Anillo. Otros veinte arqueros esperaban en lo alto de las copas de los árboles.

El único idioma que ambas razas tenían en común era un indefinido y primitivo dialecto de sonidos guturales con el que formaban mensajes simples y directos. El cielo cada vez se enrojecía más. Una ligera calima comenzaba a levantarse en el horizonte, enturbiando y oscureciendo el paisaje. El eco de las campanas se escuchaba tímidamente en las fauces del bosque. En los alrededores ya se escuchaba la huída de animales y en el cielo las bandadas de aves escapando hacia algún lugar seguro. Pero en medio de ese basto paraje arbolado, otra batalla más cruenta estaba a punto de librarse entre Híbridos y Humanos.

Un hombre de más de dos metros, con gran espalda recubierta de vello y pequeños bultos se acercó a los dos Híbridos, aún inmóviles en el centro del círculo con el que los habían cercado. Los ojos de aquel gigantón no anunciaban buenas intenciones, como tampoco lo hacía la estaca de madera y hierro que apoyaba sobre uno de sus hombros. Tras del mastodonte humano apareció la figura de una mujer calva y engalanada con una túnica azul y grana. Parecía una enana al lado de su escolta. Su rostro se escondía tras una capa de pintura blanca, pero sus ojos negros y grandes parecían dos abismos. Se posicionó junto a Lynden, y compartieron un mutuo asentimiento.

Fue ella quien se dirigió a los Híbridos. Les observó durante varios segundos hasta que tomó la palabra.

—¡Ut gan Mesut! —exclamó, alzando los brazos al cielo. Las pupilas de sus ojos desaparecieron, creando un efecto fantasmagórico en su rostro.

Un nuevo estruendo sacudió la tierra mientras decenas, centenas de Híbridos hacían acto de aparición. Loyra había invocado a la guerra.

Parte III

Cristóbal Terrer Mota

Las nubes se tornaron en un característico color rojo sangre. Se arremolinaron sobre las cabezas de Loyra y de los dos ejércitos levantando una nube de polvo. Unos truenos, que sonaban tan guturales como su arcaico idioma, parecían querer romper el cielo en dos. Los rayos que se escondían entre la espesura de las nubes hacían acto de presencia sin más objetivo que el de hacer jirones los confines del universo.

Los dos bandos –Híbridos y Humanos–,  no pudieron más que dejar caer sus armas y devolver la mirada al cielo que se agrietaba por momentos. «¡Ut gan Mesut!». Loyra repetía ese ancestral grito con la mirada clavada en  la tormenta, como si realizase una pregunta que nadie respondía. Sus gritos intentaban hacerse escuchar por encima del sonido del viento y de los gemidos de los árboles al comprobar cómo sus ramas eran arrancadas. Los elementos se conjuraban para crear un enorme tornado.

Cuando la tormenta rojiza parecía que llegaba a su punto álgido, las caras de asombro se dibujaron en los rostros de los allí presentes. Algo parecía querer asomar – envuelto entre un séquito de rayos– desde la espesura de aquellas nubes. «¡Ut gan Mesut!». «¡Ut gan Mesut!».

Una gran estructura de acero negro se aproximaba hacia la posición de las dos tribus. Descendió lo suficiente para ubicarse a unos escasos veinte metros sobre sus cabezas. Lynden nunca había presenciado algo así en toda su vida. Parecía uno de esos pájaros de metal que un buen día descubrieron arrumbados en la zona boscosa, más allá de los bordes del Territorio del Este. Las leyendas relataban que esos pájaros, siglos atrás, volaban por los cielos para transportar a las personas por los confines del planeta. Ahora, no eran más que esqueletos de óxido y recuerdos. En cambio, la Señora de Palos Altos y Loyra, reconocieron esa estructura al instante. Era la morada de Ryoga, el ser supremo que lo había creado todo. Las viejas historias decían que algún día volvería a la Tierra para saldar cuentas.

El interior de aquella nave espacial era aséptico y sencillo. Un enorme espacio diáfano decorado por gruesos cables de color negro. La escotilla frontal ofrecía una perfecta visión de lo que acontecía en ese momento: dos tribus enfrascadas en una guerra fraticida que duraba demasiados años. Un planeta Tierra que agonizaba por la irresponsabilidad de sus habitantes.

—Todo sigue igual —acertó a decir Ryoga a modo de conclusión.

—No van a cambiar jamás —afirmó Jörun como para llenar de más argumentos las cavilaciones de su líder.

—Les hemos ofrecido miles de años para que aprendan a convivir con ellos mismos y con la tierra que le regalamos. Pero siguen comportándose como la raza inferior que son. Privados de la tecnología que les permitirá explorar los confines de la galaxia. Sin capacidad para alterar el espacio-tiempo.

—¡Son patéticos! —aseveró Jörun con una mirada que demostraba el odio que encerraba en lo más profundo de sus entrañas hacia ese planeta perdido.

—Si no aprenden a respetar el gran regalo que les hemos otorgado, es que no están preparados para formar parte de nuestras huestes. Abre la compuerta. Quiero observar de cerca a Lynden.

La escotilla delantera se abrió en cuestión de segundos, de modo que el cuadro de mandos hacía ahora las veces de balaustrada, ornamentada con cientos conectores y dispositivos. La nave descendió ligeramente para situarse más cerca de las dos tribus. De este modo, Ryoga y Jórun, tenía una perfecta visión de los que hasta ahora habían sido sus sujetos de ensayo.

Loyra mantenía su posición: brazos abiertos en dirección al cielo, sus pupilas convertidas en una esfera blanca, su garganta bramando para hacerse escuchar. «¡Ut gan Mesut!». «¡Ut gan Mesut!».

El grito gutural era una vieja expresión que clamaba por el fin de los días. Al mismo tiempo, y con el paso de los siglos, se convirtió en un grito de guerra acuñado por la resistencia para empoderar a la raza humana frente a los invasores. El planeta Tierra, desde su origen hace millones de años, siempre se consideró un lugar insignificante. Quizá solo respetado por su enclave estratégico durante las eternas batallas que buscaban romper el equilibrio entre las fuerzas del mal y del bien. Para Ryoga, y la raza de los Ryander, el planeta Tierra no fue más que un campo de experimentación. Una especie de tubo de ensayo en el que intentar crear una raza inteligente que les ayudara a decantar la balanza hacia su lado. Pero tras siglos y siglos de experimentos fallidos, tras la observación de diversas razas de seres vivos, el resultado siempre era el mismo: la aniquilación. Muchas especies habían habitado aquel rico planeta, pero al final, todos terminaban por desaparecer. Los humanos parecían ser los siguientes, ni siquiera eran los que más tiempo habían permanecido en pie. En muchos momentos habían permanecido al borde de la extinción, pero ahora, con su población mermada y sin el desarrollo tecnológico de otros tiempos, su futuro estaba claro: la desaparición total.

Los Ryander no tuvieron que asistir al espectáculo de como otras razas colonizaban el planeta, ni siquiera los Skuguht —famosos por viajar por el universo arrasando a cualquier planeta menor— se habían dignado a acercarse por allí. Los humanos se antojaban como unos seres demasiado insignificantes como para perder esfuerzo y combustible. No. La raza humana estaba condenada por su propia acción. No necesitaban a nadie para acabar con ellos. Seres egoístas y de miras tan estrechas que su propia acción había esquilmado su propio planeta hasta dejarlo vacío.

Loyra y los demás, se parapetaron tras los restos de algunos árboles que resistían los envites de la tormenta. Todos mezclados entre sí: Híbridos y Humanos. Las rencillas deberían esperar ante la presencia de una amenaza mayor. Muchos de los humanos más fuertes lanzaron sus lanzas hacia la escotilla delantera. Algunas de ellas impactaron sobre los cuerpos de Jörun, e incluso de Ryoga. Pero no les causaban el más mínimo daño. La respuesta de la nave fue la puesta en marcha de un engranaje lateral, que evidenció la presencia de un enorme cilindro oscuro que presagiaba malas noticias. Lynden buscó con desesperación la mirada cómplice de alguno de los allí presentes. Pero todos se limitaban a contemplar con horror el temido desenlace. El silencio se apoderó del lugar. Un silencio siniestro. Un silencio que precedió al rugir de una turbina que cargaba de energía el cilindro de la nave: un cañón de plasma. El disparo se dirigió hacia El Gran Anillo que, en cuestión de segundos, quedó del todo pulverizado. Una gran ola de fuego subió hasta el cielo y recorrió los campos, devastándolo todo a su alrededor. La onda expansiva llegó hasta los guerreros que permanecían apostados en los árboles, arrojándolos con violencia hacia el suelo. Solo una figura permanecía de pie, inmóvil y con la mirada puesta en Ryoga. Era Lynden, que con gesto desafiante clamaba venganza. Zyone, la Señora de Palos Altos, líder de los Híbridos, pareció comprender lo que Lynden estaba planeando. Así que extrajo de su batería toda la energía que pudo para incorporarse a duras penas y colocarse a escasos metros del joven. Ambos cruzaron miradas de respeto y admiración, los ojos se les iluminaron con el resquicio de cierta esperanza, como si ambos hubieran comprendido que el único camino hacia la salvación era el de luchar juntos, hombro con hombro. Zyone, permanecía arrodillada. Cerrando sus ojos comenzó a concentrar el remanente energético de su batería en un solo punto de su mano. Lynden emergía entre el polvo como una figura descomunal. El último ser en pie de una raza que estaba a punto de hincar la rodilla. «Sí. Lynden es El Elegido» pensó Ryoga mientras que en su rostro se dibujaba un gesto de preocupación.

Parte IV

Jesús Boluda del Toro

Clic.

El ordenador emitió un sonido característico al detener el programa que ejecutaba hasta ese momento. En la penumbra de la estancia brilló una sonrisa triunfal. Nació en el rostro del espectador, que observaba expectante la evolución del experimento. Ataviado con una bata blanca, el neuropsicólogo Martin Thorndike se levantó del desusado butacón y se dirigió al gran ventanal oculto tras las cortinas. Las corrió y dejó que la luz del día iluminase la habitación.

Mientras tanto, se regodeaba en sus pensamientos, disfrutando de un más que merecido éxito. Por fin había logrado lo que tanto había pretendido.

Sacó de su bolsillo una pequeña grabadora, la cual convertía el sonido en un texto directamente en su computadora. La conectó y comenzó su disertación:

En el hospital psiquiátrico del distrito 5, a fecha…

El experimento número ciento setenta y cinco ha sido, epistemológicamente, satisfactorio en extremo. Los sujetos, tres escritores diagnosticados con diferentes daños cerebrales a quienes se les atribuyen más de ochenta novelas de diferente índole en total, y que responden a las iniciales A.G.C., C.T.M. y V.M.M.R. han interconectado a la perfección. El análisis interrelacional de variables actuantes daba como resultado un alto grado de probabilidades, pero el resultado ha superado con creces lo esperado.

La inyección de heroína y dopamina según las dosis establecidas en el documento anterior ha provocado en los individuos las alucinaciones y delirios perseguidos.

El ensayo ha comenzado a las 15.12 horas, y en apenas siete minutos han aparecido en pantalla las primeras conexiones. El sistema de transformación de ondas neuronales e imágenes funciona de forma correcta y precisa. Siendo bastante borrosas al principio, en poco tiempo se han despejado para ofrecer como resultado una historia coherente, con personajes bien definidos y una trama en claro ascenso.

He decidido cortar justo antes del clímax para ejercer un estímulo positivo en cada uno de ellos. Estoy completamente seguro de que en la siguiente interconexión volverán a formar, mucho más rápido, la misma historia, rellenando los posibles huecos descriptivos y gráficos, para dotar a la trama de un mayor y mejor contenido.

Conviene destacar el respeto y la proactividad a formar una ficción entre ellos. Por la tipología de imágenes y contenido, y utilizando los análisis conductuales previos, se conocía en cada momento quién llevaba la iniciativa narrativa en cada momento.

Termino el experimento efectuando las comprobaciones rutinarias de los niveles de endorfinas, dopamina, glucosa y ritmo cardíaco.

El doctor desconectó la grabadora, y observó la escena.

Tres varones de edad avanzada, en posición de semifowler, dormían apaciblemente. De sus cabezas emergían madejas de finísimos cables, que caían al suelo para, como en una solemne procesión, unirse al resto y confluir en una máquina de enormes proporciones. De este aparato salían tres nuevos cables al ordenador que presidía el escritorio.

Se encaminó hasta allí, guardó el archivo creado con el número de experimento y un signo positivo. Tras ello, abrió la puerta, le indicó a la enfermera que desconectase todo y devolviese a los enfermos a sus correspondientes habitaciones y abandonó el lugar. En el trayecto hacia la salida del hospital conectó su teléfono, instalado en su oreja, y efectuó una breve llamada. Una llamada que deseaba hacer desde que comenzó con los ensayos:

—Jefe, lo tenemos. El experimento por fin ha funcionado. Una nueva forma de crear literatura se avecina…

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