El sicario de Los Ángeles

Alfonso Gutiérrez Caro

El sicario de Los Ángeles

No solo hay ángeles en el paraíso, pensó Eric mientras se encaminaba hacia una de esas geométricas piscinas modernas cuyas aguas se unen a la de la línea del mar. El Tirreno estaba asombrosamente sereno aquella mañana, luciendo sus verdeazuladas aguas en uno de los días más radiantes del año.

Nada más verlo, ella salió a su encuentro. Nadó un par de estilosas brazadas hasta llegar a la escalera  que le serviría de pasarela para abandonar el agua y recibir a su visitante. El bañador clásico negro con un par de detalles plateados, el abundante y húmedo cabello castaño cayendo en bucles hacia sus hombros, una figura envidiable y unas largas piernas con la piel erizada por la suave brisa de la mañana dibujaban una imagen celestial.

Tomó una toalla a rayas azules y blancas que había sobre una silla de mimbre y comenzó a secarse presionando con delicadeza el cuello, los hombros y los brazos. Sus ojos eran oscuros y arabescos, tenía los pómulos poblados con decenas de pecas y una nariz pequeña, los labios de frambuesa. Su rostro parecía haber sido cincelado por algún viejo dios varado en el Mediterráneo.

Eric la contemplaba desvergonzado, con las manos en los bolsillos en plan chulesco, las gafas de sol a media asta en su nariz y una camisa hawaiana apenas prendida por un par de botones centrales. Esbozó una estudiada sonrisa pícara y le acercó gentilmente una vaporosa bata color púrpura que el viento había tirado al suelo.

─Tú debes ser Vittoria.

─Y tú eres el asesino americano, ¿verdad?

El aire estaba endulzado con las miles de partículas desprendidas de las innumerables camomilas que decoraban el jardín de la idílica villa de la que Eric tanto había oído hablar. El lugar favorito de su jefe.

─Normalmente me llaman Eric.

─Será a los que les dejas. ¿Cómo es eso qué decís…? Ah sí, a los que no les sellas los labios para siempre.

─También los mandamos a dormir con los peces o les hacemos un traje de cemento –Eric se quitó las gafas de la cara y las guardó en el bolsillo de su floreada camisa─. El argot de nuestro gremio es rico en expresiones llamativas.

─Veo que manejas bien nuestro idioma… y que tienes los ojos más verdes que he visto nunca.

─Bueno, lo primero se debe a que llevo cerca de cuatro años viviendo aquí en Trapani; respecto a los ojos, solo diré que tendrías que haber visto los de mi madre…

La chica ladeó la cabeza y clavó su penetrante mirada en la de aquel tipo, desarmándolo al momento, exhortándole a que le dijese lo que había venido a hacer. Éste abandonó la posición chulesca solo por un instante, un segundo nada más en el que vio sus barreras franqueadas.

─Don… Marcello me ha pedido que te lleve a comer.

─No te ofendas, encanto, pero no necesito que nadie me lleve a comer. Me puedo llevar yo solita a donde quiera.

─Eso no lo dudo, pero cuando el patrón manda, el empleado obedece.

─Creía que tu trabajo era matar a gente, no acompañarlas a almorzar…

─Mi trabajo es hacer lo que me ordenen, ya sea cambiar una bombilla o abrirle al garganta a un tío. Ya ves, me considero una persona multidisciplinar.

─Claro, un chico preparado. ¿Y cómo llevas lo de esperar a que una mujer se duche y se arregle?

─Ahora te cuento.

Vittoria asintió y regaló a Eric una genuina sonrisa de su dentadura perfecta. Éste la vio marchar con un caminar parsimonioso hasta cruzar las grandes puertas de corredera que el mismo había dejado abiertas minutos antes. Antes de sentarse en la silla de mimbre y servirse una copa de un Chardonnay que exudaba en una cubitera sobre el césped, el sicario echó un buen vistazo a la parcela favorita de don Marcello. El retiro perfecto, el refugio al que acudir para refrescar ideas y detener el tiempo.

El sol se encontraba casi en su cenit, eterno y poderoso, capaz aquel día de partir piedras, rigiendo un horizonte inundado de azul. Eric debía aguzar la vista para diferenciar dónde acababa el cielo y comenzaba el mar. Desde allí no se veía construcción alguna ni se oía alma humana, tan solo el rumor de las olas, un pequeño barco y el lejano graznido de alguna gaviota que sobrevolaba un rincón hecho para contemplar la belleza de la existencia.

La copa de Eric iba por la mitad cuando Vittoria reapareció en el jardín. Llevaba el pelo aún húmedo y suelto, un multicolor vestido corto de aire setentero con un elegante escote en forma de uve y botas altas. Le hizo un gesto con la cabeza justo antes de volver a desaparecer por donde había venido. Eric atravesó la solitaria casa, salió por la puerta de entrada y encaminó sus pasos hacia su BMW i8 negro cuando el suave y melódico rugido de un motor le sorprendió a la espalda. Un clásico Alfa Romeo Giulietta descapotable de dos plazas y relajante color azul cian asomó para su sorpresa.

─Venga, killer, sube.

─Una máquina preciosa, pero es mejor que te lleve yo. Don Marcello…

─Va, hombre, deja ya al dichoso don Marcello. He visto que estabas bebiendo en la piscina y ese brebaje se sube pronto, además, estoy segura de que no conoces el lugar al que quiero ir. Vamos, sube de una vez.

Reticente, acalorado por un fuego interno que le decía que así no se hacían las cosas, suspiró con sonoridad, se calzó las Ray-Ban y subió al bonito deportivo. Antes de haberse siquiera acomodado, el coche se deslizaba colina abajo, dejando los impresionantes dominios del patriarca siciliano para circular por la provincial 20, una vieja carretera paralela al mar que unía varios pueblos de la costa occidental de la isla.

La fresca brisa marina en la cara, el calor del asfalto y la bellísima estampa del inconmensurable mar acompañaban una travesía en la que un antiguo éxito de la canción melódica italiana sonaba muy bajito. Entonces el vistoso entorno dejó de importar, Eric dedicó un tiempo indefinido a mirar a Vittoria, a su desperdigada melena secándose al viento, a su indudable gesto de confianza. Era como estar dentro de una de esas encantadoras películas clásicas.

─¿A dónde vamos? Y, por favor, no me digas que ya lo veré al llegar.

─¿Qué pasa, siempre tienes que tenerlo todo bajo control?

─En mi trabajo eso supone vivir más.

─Si tú lo dices… Vamos al Giovanni, el mejor puesto de bocadillos de bazo de toda Sicilia.

─Creí que ese era el célebre San Francisco.

─Claro, se nota que no eres de aquí. Dime, ¿de qué parte de Estados Unidos eres? No me digas que de Texas…

─ Pomona, condado de Los Ángeles.

─¿Y qué se te perdió por aquí? Si no es indiscreción.

─Dinero, mucho más del que ganaba en América haciendo prácticamente lo mismo.

─Supongo que allí no eras caballero de compañía de la chica de tu jefe…

─No, pero créeme, tuve que hacer cosas peores. Prefiero este paisaje, y esta compañía.

─Típico.

Vittoria notó como Eric le guiñó el ojo a pesar de llevar puestas las gafas de sol y se burló divertido. La carretera seguía fiel a la costa, serpenteando entre azules y verdes,  regalando a la vista una estampa de la que nunca nadie se cansaba.

─¿Vas a seguir con tu interrogatorio o ya te das por satisfecha?

─Lo siento por ti, pero creo que soy una de esas eternas insatisfechas que nunca se contentan con lo que tienen… Aunque tengan mucho.

─En ese caso te concedo una pregunta más, pero tiene que ser interesante de verdad, no me preguntes por mi familia, la cual ya no me importa, o si creo en el bien y en el mal. ¿Ok?

─Está bien, vaquero, yo tampoco quiero saber nada de familias ni historias. Te haré una pregunta que me dirá todo lo que necesito saber de ti… ¿Preparado? ─Vittoria dejó durante demasiado tiempo de mirar a la carretera para fijar sus ojos en los del asesino─. ¿Te gusta tu trabajo? ¿Disfrutas matando a gente?

El camino se escarpaba y salpicaba de cerradas curvas que animaban a aminorar la marcha. A lo alto, un antiguo bar de fachada descolorida y letrero desfasado se encontraba inserto en una maraña de ramas y vegetación descontrolada. Una postal anclada en los años setenta.

Unos cincuenta metros enfrente se podían ver un par de solitarias mesas y sus sillas de plástico casi en la linde de un pedregoso e impresionante acantilado. Vittoria detuvo el auto a un lado de la calzada y se quedó mirando unos segundos a un sorprendido Eric.

─¿Vamos a comer en este antro?

─¿Esa es tu respuesta?

─No.

─¿No a ésta o a la anterior pregunta, a esa que me has pedido que fuese de verdad?

─No disfruto con mi curro, tampoco siento pena o remordimientos. Solo hago mi trabajo cuando me lo ordenan. Soy como un funcionario de la muerte, hago mi parte, el resto me da igual.

Bajaron del coche y entraron al vetusto local donde Vittoria pidió dos pani ca meusa que un tipo mayor y silencioso les sirvió mientras se fijaban en unas viejas paredes que sudaban historia y recalcitrante rutina, en una grasienta barra por la que ya apenas pasaba nadie. Abandonaron el bar con las manos y las bocas llenas y caminaron juntos hasta una de las mesas de la improvisada y salvaje terraza. Tomaron asiento mientras daban buena cuenta de sus tradicionales bocados de cielo.

─Cuando era pequeño, tendría once o doce, me iba con los amigos de picnic a Venice Beach. Mi colega Carl y su hermano le cogían el coche a su abuelo, un Pontiac alucinante que rugía como una bestia…  Robábamos la comida en las tiendas, también algún bolso para tener cash y hacíamos el idiota hasta que se ponía el sol.

─Un bonito recuerdo de tu tierra…

─Es de lo poco bonito que me he traído. A veces cierro los ojos y me veo en el capó de aquel cochazo con mis colegas viendo atardecer sobre el Pacífico… ─en algún punto de su relato, Eric había había conseguido trasladar su mente por el torrente del tiempo─. No sé por qué te cuento esto, supongo que esta espectacular vista me lo ha recordado.

─A mí me cuesta acordarme de mi niñez… Es como si algo hubiera borrado mis cintas de recuerdos. He grabado tanto encima que solo me quedan imágenes borrosas.

─Supongo que eso es un poco triste…

─No te creas, si pudiera borraría todavía más.

Un nutrido bloque de esponjosas nubes blancas apareció en el cielo para tapar el sol durante unos segundos, fugaz maniobra que aprovecharon Vittoria y Eric para dejar casi sentenciados sus bocadillos a la vez que propiciaba un subterfugio para un imperioso cambio de tema.

─Por cierto, llevabas razón, es el mejor pane ca meusa que he probado.

─Lo sé. Están increíbles, ¿eh? El sitio es de Marcello, él paga las facturas a Giovanni, son amigos de toda la vida.

─¿Y tú, desde cuándo eres su amiga?

─¿Amiga?, aunque no te lo creas, también trabajo para él. Soy una empleada que hace diferentes tareas, como tú.

─¿Te refieres a… intimar con el viejo?

─No seas tan corto de miras, me refiero a hacer lo que me ordene mi jefe.

Touché. No te juzgo, de verdad que no, cada uno hace lo que debe para seguir adelante, para acercarse a la vida que quiere.

─Interesante… ¿Y cuál es la que tú quieres? Vamos, desvélame el gran plan.

─Bueno, lo cierto es que estoy muy lejos y muy cerca de lo que quiero.

─Vaya. ¿Eso es una especie de acertijo yanqui?

─No, quiere decir que poseo todo cuanto deseo en lo material: casas, coches, dinero… Tampoco me va mal con las mujeres. Pero hay algo que me falta y no sé si alguna vez conseguiré…

─Libertad.

Eco!

─Te entiendo muy bien. Mira este lugar, no podría ser más hermoso, las delicias que acabamos de degustar, el sol, el sonido de las olas, la sal del mar en el aire. Lo tenemos todo, pero…

─Pero podemos dejar de tenerlo en un segundo.

─Siempre he pensado que es un espejismo, como un decorado de una peli. En cualquier momento echan las cortinas o se cae algún tablón y se descubre el pastel.

Se quedaron mirándose un buen rato, con el rumor del mar, el astro rey picando sobre sus cabezas, la imperecedera calma del lugar. Perdiéndose en los ojos del otro, dejándose llevar por la mágica atmósfera, permitiéndose sentir. Ambos sabían que era el momento que habían estado esperando, el instante que ya no podían postergar más. El instante en el que debían saltar los resortes trastocados del destino.

─Me temo que ya sabes que no solo he venido a acompañarte a comer…

─¿Cómo podrías? Tú no te dedicas a eso.

─Y aún así… aquí estás…

─No se puede luchar contra lo inevitable. Si no eres tú será otro. Hoy, mañana, dentro de una semana, ¿qué diferencia hay?

─¿Sabes…? Creo que, no, estoy seguro de… que eres… tú eres…

─¿Sí?

─Mi mejor… trabajo.

Eric llegó a sacar el arma que llevaba guardada entre el cinturón y su abdomen, una pequeña Beretta de calibre 22 que solía usar para despachar en encargos de corta distancia, pero ésta resbaló de sus temblorosas manos de forma ridícula. La cabeza comenzó a darle vueltas, la vista a nublarse poco a poco. Se sintió cansado, exhausto de repente. Despacio, sin dolor, sin apenas darse cuenta, su cuerpo iba encaminándose hacia su último sueño.

─Tranquilo, no intentes levantarte, no vas a poder. Eso es, respira, céntrate en tu respiración.

─¿Qué, qué me has…?

─Rana flechada. Un bicho del Amazonas que produce una de las toxinas más letales del mundo. También de las más caras.

─¿Qué…? No puede…

─Estaba en tu bocadillo. Lo siento, créeme cuando te digo que no es nada personal. Al principio creí que me calarías, no en vano somos del mismo gremio… Pero todo fue tal y como lo planeó Marcello. No me mires así, tú sabrás lo que has estado haciendo a sus espaldas… Estaba cabreado, mucho, me dijo que no se me ocurriera matarte en su preciada villa. Así que aquí estamos.

─Cu… curioso. Él… me dijo lo mismo.

Vittoria se levantó de su silla para colocarse en cuclillas junto al sicario, observando sus ojos entornados, las decenas de gotas de sudor que perlaban su frente, el mortecino color que iba adquiriendo su piel. No se lo pensó dos veces y le tomó la mano con firmeza. Respiró hondo y sintió un escalofrío, ese maldito escalofrío de siempre multiplicado por diez. Ahí llegaba la oscuridad, la gran oscuridad.

─Mira el mar, el cielo, ¿vale? Concéntrate en su belleza, en este momento. Siente mi mano. Estoy aquí, no me voy a ir. ¿Me oyes? Vas a morir, pero no estás solo.

─Vittoria… Por… favor, sigue hablando.

─Yo… no te mentí. Tienes los ojos más verdes que he visto en mi vida.

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